REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Tres canciones como excusa, por Vicent M.B. – Febrero 2013
1 CONSUELO
A finales, muy finales, de septiembre de
1999 llegué a la universidad. El tránsito entre etapas educativas para la
generación del Naranjito, y más marcadamente para las más veteranas, era
brusco. Pero es que tenía que ser así, el instituto tenía que ser claramente
diferente al colegio, así como la universidad del instituto, o al menos así es
como, en perspectiva, entiendo que he podido ir madurando. De este modo, en mi
primer año en la facultad empecé las clases creo que un 30 de septiembre, dos
semanas más tarde que los amigos que había dejado en el instituto. Marcando
distancias. A los cinco días de estar yo por allí, la venerable Universitat de
València, la mía, celebró el solemne acto de apertura del curso académico,
paripé central de la conmemoración de sus cinco siglos de existencia, que se
cumplían precisamente ese 1999. Y como quiera que la universidad, fundada por
un Papa valenciano, invitó a la Casa Real a presidir el acto, allá que se
plantaron unos cuantos estudiantes a liar el pollo. Hubo gritos, insultos,
carreras y, finalmente, chavales que se refugiaron en no recuerdo qué facultad
huyendo de la policía mientras el rector y su cohorte de catedráticos progres
recordaban durante el cátering lo apasionantes que fueron aquellos años
postreros de la dictadura en los que, luchando por la libertad, se escondían de
los grises cuando estos entraban a caballo en la universidad. Qué jodido es
hacerse viejo.
Unos días después a los manifestantes se
les quiso imputar un delito de injurias a la Corona.
Pero no llegaron a identificar a ninguno,
así que la denuncia se presentó contra el sindicato de estudiantes que había
convocado la protesta.
Pero el sindicato estaba estatutariamente
definido (con el rigor que solo una comisión de estudiantes de Derecho puede
aportar) como asambleario, así que no había representantes legales a los que
imputar la responsabilidad.
Pero la Fiscalía fue más chula e imputó a
los representantes del sindicato en el Claustro: 15 estudiantes (entre ellos el
célebre Navarro del que hablaba hace un mes), algunos de los cuales no estaban
ese día por allí.
Yo, recién llegado a la ciudad y al
verdadero tránsito hacia la vida adulta, decidí que si esa gente tenía los
arrestos de hacer eso, esa tenía que ser mi gente. Me puse en contacto con
ellos preguntando por la facultad (por entonces no tenía ni siquiera una cuenta
de correo electrónico activa) y a finales de octubre ya tenía una hoja para
recoger firmas en contra del proceso judicial de los claustrales. En aquella
bendita casa de putas pasé, entre asambleas eternas y acciones concretas, mis
años de política universitaria.
No habría pasado un mes cuando,
recogiendo firmas en un Colegio Mayor, vi salir del salón de actos un grupo de
señoras mayores, dos de las cuales iban cogidas del brazo de un cuarentón calvo
y con coleta. Me dirigí hacia ellas soltándoles el discursillo enardecido que
me había aprendido de memoria: que si la corona apesta, que si los claustrales
no necesariamente estuvieron en la protesta, que si la sumisión a los poderes,
que si la libertad de expresión. Al mentar esta última, la más mayor de
aquellas señoras levantó la mirada y, con la sonrisa con la que me miraba mi
abuela, me preguntó con acento extraño:
-Ah,
pero ¿todavía crees en eso?
Y antes (varios años antes, de hecho) de
que supiera qué responder, me cogió las hojas y, con letra temblorosa y
picuda, firmó y escribió un número de DNI extraño, con demasiadas letras.
Después se lo pasó al resto de mujeres, que firmaron también gustosas y cuando
el hombre que las acompañaba iba a firmar también, le pidió
-Consuelo,
¿por qué no cantas aquel tango tan bonito que te sabes?
Y la mujer cantó "Volver" de
Gardel. Y recuerdo cómo le brillaron los ojos cuando dijo aquello de "que
veinte años no es nada". Acabó, la besé en la mano, me quedé plantado y
temblando cinco minutos y cuando pude componerme y salir de allí, vi un cartel
que anunciaba en el salón de actos una conferencia sobre los exiliados
españoles de la postguerra.
2. LÁGRIMAS
Habiendo pasado unos cuatro años y medio
del tango de Consuelo, Valencia me había consumido. Por lo que hablo con gente
más joven que lleva allí menos tiempo, es un sentimiento bastante usual. Como
en una relación de pareja, se establece una dicotomía amor-odio y lo mismo que
te cautivó al llegar, y que en realidad te sigue cautivando de la ciudad, te
satura. Los paseos, los lugares y los bares ya son rutina y hay que estar vivo
para despertar a tiempo y buscarse una amante, ya sea dentro o fuera. Yo tiré por
la calle del medio y pedí una Erasmus a Italia. Donde fuera de Italia. Ya sabía
hablar inglés, el compañero de clase que se subió (y se bajó cobardemente
pronto) a la barca hablaba francés y tenía una sospecha, que cuaja ahora mismo,
de que en algún momento futuro Alemania no sería una opción sino una
obligación. Consulté la lista, vi un único destino en Italia, lo pedí y me lo
concedieron.
En qué hora.
Aquel único destino posible en Italia era
una ciudad de los Dolomitas donde, según los libros de historia, tuvo lugar un
evento relevante en el siglo XVI. El último evento, relevante o no, que vio
aquella mísera ciudad. Tan solo dos días después de llegar, comprando tarjetas
telefónicas, una dependienta colombiana se partió el coño cuando le contamos de
dónde veníamos
-Bienvenidos
a la capital de la diversión, chicos.
Ilustrativo. Unos años después de aquello,
en una universidad americana, estuve tratando con una científica italiana,
referente absoluto en su campo. Casi me daba vértigo hablar con el apellido
cuya contribución, necesariamente, surgía en mi trabajo cada dos días. Como yo
aún recordaba bastante el italiano, la relación fue cordial y fácil hasta el
punto de que un día me preguntó dónde había aprendido a hablarlo. Le expliqué
dónde había pasado mi año Erasmus, asintió, se quedó un par de segundos
pensativa y finalmente me preguntó cómo demonios se me había ocurrido irme a
pasar un año a esa ciudad. El criterio de aquella mujer es aceptado
unánimemente por la comunidad científica mundial, y es porque suele acertar: a
nadie se le ocurriría encerrarse un invierno allí. Yo lo hice.
Podría haber huido, pero por entonces yo
tenía un acusado sentido épico de la vida, así que allí pasé los 10 meses más
aburridos de mi vida intentando conocer gente que no fueran españolitos
patéticos dando lecciones de cómo se debe salir de fiesta. Una vez conseguido,
maté el tiempo con las nuevas amistades a base de tocar rock, fumar muchos
porros y beber todo lo que pudiera, hubiera o no excusa para ello. Una de las excusas
que surgió más pronto fue una fiesta del vino novello. Se trataba, básicamente, de ponerse carioco a vino
cosechero, del que no ha pasado por barrica, a finales de noviembre. Aquel
vinacho dejaba un regusto durísimo y la boca tintada de un negro que daba
miedo, pero pasaba ligero, ligero y, en consecuencia, era facilísimo agarrarse
una trompa de impresión con él. La consecuencia lógica fue que apenas una hora
y media después de haber llegado, los camaradas que me habían llevado hasta
allí, y que en teoría tenían que conducir de vuelta a casa, se pusieron a
cantar. Los del sur, locos de melancolía, atacaban la Calabrisella, Non potho reposare o Torna a Surriento, con
unos tempi lentísimos, doliéndose en cada nota con polifonías imposibles
mientras los locales los miraban con una mezcla de admiración y respeto. Hasta
que consideraron que ya estaba bien de tanto padecer y la emprendieron con el Bella Ciao. Y entonces todos los
lugareños que hasta ese momento nos miraban recelosos se fueron uniendo al canto,
especialmente los más viejos. Alessandro, el napolitano, me estiraba de la
manga diciéndome que todos los que tenían más de 70 años (y en el corro que se
había formado eran mayoría) la habrían cantado el giorno della liberazione, el día en que los aliados y los
partisanos liberaron el país de los fascistas. Posiblemente no fuera cierto,
dado que parece que la canción adquirió su popularidad masiva algunos años
después de la guerra, pero daba igual, aquello ponía los pelos de punta.
Mientras cantaban, Alessandro se explayaba explicándome que la constitución
italiana firmada tras la guerra, la vigente, era explícitamente antifascista,
que si los partisanos esto, que si Mussolini colgado boca abajo en una
gasolinera lo otro.
Y cuando acabaron, con la frase del
partisano muerto por la libertad, señalando a los viejos de ojos humedecidos
por el vino y la emoción, dijo algo del tipo "y estadísticamente más de la
mitad de esos que ves llorando ahí votan a Berlusconi".
3. TARDES
Tras Italia hubo que volver a Valencia a
liquidar la carrera. Un curso plácido en el que me quedaban apenas 30 créditos
para completar el expediente que aproveché para seguir con el rollo del rock
que había retomado en Italia. Es sabido y notorio que lo más peludo a la hora
de formar un grupo es conseguir un batería y un bajo. El batería era yo, así
que nos aplicamos en buscar un bajista que acabamos conociendo, como siempre, a
través de un amigo de un guitarra.
Andreu, el mozo en cuestión
respondía al estereotipo de bajista joven. Esto es: alto, con greñas, barba de
chivo y tatuajes, concretamente un tribal que recordaba vagamente unas alas y
le cubría toda la espalda, desde el límite superior de los omóplatos hasta
debajo del cinturón. Obcecado con un cruce vanguardista infumable entre el
metal y la electrónica, tenía sin embargo una cultura vastísima que le
había ayudado a desarrollar un gusto exquisito para la música, lo cual hacía
más incomprensible si cabe aquella puta manía que tenía con los samplers. Y yo estoy condenado a
llevarme bien con todo aquel que pueda cantar de memoria una canción de Zappa,
así que empecé a quedar con Andreu para ir a conciertos, ir de juerga o,
simplemente, salir a tomar cañas de vez en cuando.
Cuando, tres años después del exilio
italiano, la política científica de la Generalitat me obligó a dejar Valencia
de nuevo, Andreu quedó como uno de mis enlaces allí. Eso implicaba que
cualquier viernes tonto podía llamarle a la hora de comer y, si no tenía
compromisos adquiridos (o aun teniéndolos, y puede dar fe de ello la hermana de
su novia), me plantaba en Valencia para correrme alguna jarana con él. Así,
poco a poco, fue inevitable que acabara invitándome a las fiestas de su pueblo.
-Joder,
¿pero tú tienes pueblo? Con esas pintas yo te hacía animal de ciudad.
-¿Y
por qué te crees que voy poco?
Así
que nos fuimos al festival de rock de las fiestas de su pueblo. Consta como
mérito extraordinario en mi expediente que, al acabar la sobredosis de trash metal de aquella noche, pude
arrastrarlo a la verbena que unas calles más abajo organizaba una peña taurina,
con cuyos horarios el ayuntamiento era más permisivo. Cerramos la verbena,
desayunamos en el bar y, ya de camino a la cama, coincidimos en la puerta de su
casa con su padre, que se iba a la huerta con el fresco.
-Mira,
déjame que te presente a mi padre- me adelanté y le tendí la mano.
-Valdo,
¿verdad?
El hombre sonrió con la naturalidad de
quien ha sido reconocido muchas veces y encajamos satisfechos. Al entrar en
casa Andreu me echó en cara que yo no le hubiera contado que era músico de
banda.
-Tampoco
me lo habías preguntado. Ni me habías contado quién era tu padre.
Osvaldo Peñarroja, Valdo, era simplemente
una leyenda en el mundo bandístico valenciano. Reconocido como uno de los
mejores trompas del país cuando era solo un adolescente, se marchó para hacer
carrera en Alemania con apenas 18 años y volvió a su pueblo cumplidos los 30 en
un Mercedes descomunal para buscar a la niña que no le hacía caso antes de
irse. La niña, lógicamente, mandó a tomar viento a su novio y se casó con Valdo
con la única condición de que ella a Alemania no se iba. Valdo asintió, se sacó
las oposiciones al conservatorio y la orquesta de Valencia con la punta del nabo
y se dispuso a aburrirse por el resto de la eternidad. Hasta que la banda del
pueblo le pidió que les sacara de un compromiso: el director les había dejado
tirados a dos semanas del concierto de fiestas. Quédate tranquilo, que es solo
para salir del paso, después ya buscaremos a otro, que sabemos que no te
quieres liar en esto. Veinte años después de aquel concierto de fiestas, y con
cien músicos más que cuando se hizo cargo de ella, la banda fue al certamen de
la Feria de Julio de Valencia, el de la plaza de toros, y ganó en la sección de
honor tocando las Danzas Sinfónicas de West
Side Story en la que se suele considerar la mejor interpretación que jamás
realizó una banda valenciana. Al año Valdo dejó la dirección de la banda, la
plaza en la orquesta y se dedicó a dar clases en el conservatorio por la mañana
y plantar hortalizas por la tarde, negándose en redondo a empuñar una batuta
nunca más.
Cuando nos levantamos a mediodía, le
pregunté a Andreu si durante la paella le podía preguntar a su padre por aquel
concierto mítico.
-Mejor
no.
-¿Qué
pasa, echa de menos dirigir?
-Sí,
pero no es por eso. La gente cree que después de aquello lo de dejar la
dirección fue chulería. En plan "ahora quien pueda, que me supere".
-Es
que no hay nadie que tenga cojones de superar aquello.
-Lo
mismo pensó mi padre. Que nadie iba a poder superar eso. Ni siquiera él. Ahora,
cada dos o tres domingos, se sienta por la tarde en el sillón de orejas, se
sirve un coñac y se pone la grabación. Así de jodido está el hombre.
-
Oye, que tomarse un copazo escuchando música no es tan mal plan- como que yo lo
hacía regularmente.
-¿Y
emborracharse pensando que nunca vas a poder superar lo que ya has hecho
tampoco es mal plan?
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