LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: Cuatro corazones con freno y marcha atrás,por Ancrugon – Abril 2013


Los caminos de la creación son inescrutables. Nadie, absolutamente nadie, puede asegurar a ciencia cierta cuál será el momento en que la inspiración se fijará en su persona para dotarle de esa gracia divina con la que realizar una obra de arte, pero tampoco puede asegurar ni dónde, ni cómo, ni de qué forma… A veces, todo es cuestión del azar… Pongamos un ejemplo: Supongamos que corría el año 1934. Imaginemos a un empresario neoyorquino, de teatro, claro está, que pretende poner en los escenarios norteamericanos algo surgido de la genialidad y la casta hispana, sugiramos que este señor se llamara Chappell, ¿por qué no?, y para tal evento le encarga dos obras, un dramática y otra cómica, a un dramaturgo español de moda en aquella época, el cual podría ostentar el nombre de Gregorio Martínez Sierra, de peores se han visto ¿no?, y que tal señor, bien por el cansancio de la edad o porque no estaba de humor o porque no le salían demasiado bien las comedias, decide aceptar el encargo de la obra trágica y le pasa el marrón de la segunda a otro escritor, que por entonces estaba abriéndose caminos por la fama, a quien le bautizaremos como Enrique. Éste, que no estaba precisamente pasando por su mejor época económica, acepta el reto gustosamente. Así que comienza a revolver entre sus papelotes y encuentra un acto que había escrito ocho años atrás, pero que luego dejó abandonado en el sueño de los justos, así que rescató este material y se estrujó un poco la materia gris hasta dar con una sinopsis de un pieza teatral completa, la cual fue aceptada por el empresario yanqui, pero con la condición de que estuviera concluida en el plazo de seis semanas… sin embargo se olvido de enviarle el anticipo pecuniario prometido, por lo que nuestro amigo Enrique, a quien la obra no le interesaba demasiado y sí el dinero, decidió abandonar y la dejó inconclusa.
¿Ya está?, diréis, ¿eso es todo?... Pues no, tranquilos, la cosa no queda ahí sino que otro empresario teatral, esta vez español, Arturo Serrano, se dirigió a nuestro amigo, quien estaba dilapidando su pequeña fortuna en los casinos de la Costa Azul, para encargarle una nueva obra. Enrique no lo dudó. Volvió a desempolvar los folios ya mencionados y se concentró en acabar los tres actos, pero aún así y todo, la compañía teatral comenzó los ensayos sin estar completamente concluida…
El resultado fue algo verdaderamente insólito para la época y bastante complejo de llevar a escena, pero a pesar de todo se estrenó el 2 de mayo de 1936, en el Teatro Infanta Isabel, de Madrid, con un título diferente al que posteriormente será conocida: Morirse es un error, y fue un rotundo éxito… Mirar por dónde…
Esta comedia inverosímil y absurda, cargada de ingenio, imaginación y humor es mundialmente conocida como Cuatro corazones con freno y marcha atrás y está dividida en tres actos. En el acto primero se parte de dos conflictos en sendas parejas de enamorados. Una de ellas, la compuesta por Ricardo Cifuentes y Valentina, desean ardientemente contraer matrimonio, pero no tienen dinero para hacerlo, primero porque el caballerete, que ya ha cumplido los treinta, ha dilapidado alegremente todo su patrimonio y, aunque es el heredero de la fortuna de su tío, éste ha dejado bien claro en el testamento que no recibirá nada hasta que pasen sesenta años, para que tenga tiempo de madurar y sentar la cabeza… La otra, formada por el doctor Bremón y Hortensia, tiene el inconveniente de que el marido de ella ha desaparecido en un naufragio y, según la ley, no puede contraer nuevas nupcias hasta pasados treinta años del accidente para poder darle por muerto… Todo de lo más normal, ¿no?...
La obra comienza con la aparición de Emiliano, el cartero, quien lleva seis horas y media en la casa de Ricardo Cifuentes esperando que éste le firme un certificado, pero nadie le hace caso…, funcionarios de esos ya no existen…:

EMILIANO. —Las siete de la tarde; y entré aquí a las doce y media... Hoy es cuando me echan a mí del noble Cuerpo de Carteros, Peatones y Similares, recientemente constituido. Pierdo el empleo como mi abuelo perdió el pelo y mi padre perdió a mi abuelo. Pero yo no me voy de aquí sin que me firmen el certificado y sin enterarme de lo que ocurre en esta casa. (Dentro, en la derecha, se oyen unos ayes lastimeros. Emiliano se levanta sin querer, sobresaltado, y en seguida vuelve a sentarse.) Otra vez los ayes... Seis horas y media de ayes. He llegado a pensar si estarán asesinando a un orfeón... Por otro lado, la casa parece honorable, y al mismo tiempo esto de que sus habitantes no me hagan caso... (Por la izquierda sale Catalina, que es una doncella de servicio de la casa. Emiliano se levanta con ánimo de hablarle y de que le atienda.) Joven... Chis... Joven...
(Catalina cruza la escena sin hacer caso, hablando sola, preocupadísima.)
CATALINA. —¡Válgame Dios!... ¡Válgame Dios!... ¡Válgame la Santísima Virgen!...
EMILIANO. —Me hace usted el favor, joven, que estoy aquí desde las doce y media, porque traigo un certificado para don Ricardo Cifuentes...
(Catalina ni le mira siquiera.)
CATALINA. —¡Válgame el Redentor!...
(Catalina se va por el foro, como si Emiliano no existiera en el mundo. Emiliano queda en la puerta del foro con la palabra en la boca. Por la derecha sale entonces Adela, una muchacha de unos veinticinco años, muy bonita; lleva traje de calle y la capotita puesta. Está tan preocupada como Catalina y se va en dirección a la izquierda, hablando sola también. Emiliano, en cuanto la ve, intenta, naturalmente, entablar el diálogo.)
EMILIANO. —Tenga la bondad, señorita, que estoy aquí desde las doce y media, porque traigo un certificado para don Ricardo Cifuentes...
ADELA. —¡ Dios mío de mi alma!... ¡Dios mío de mi corazón!...
(Han llegado a la izquierda, y Adela hace mutis por aquel lado, sin atender a Emiliano y dándole materialmente con la puerta en las narices. Entonces, por el foro, vuelve a salir Catalina, esta vez en dirección a la derecha. Emiliano echa a correr hacia ella.)
EMILIANO. —Joven... Joven... Joven... Chis... Oiga, joven...
(Catalina se va por la derecha, cerrando la puerta tras sí. En el mismo instante, por la izquierda, sale nuevamente Adela, en compañía de Luisa, que es un ama de llaves de unos cincuenta años, hablando entre sí, siempre muy preocupadas, y en dirección a la derecha. Emiliano se lanza en el acto a abordarlas con la misma falta de éxito de siempre.)
LUISA. —Todo, señorita Adela; todo... Hemos hecho todo lo que se podía hacer...
EMILIANO. —Señoras... ¿Tienen la bondad, señoras?
(Las sigue.)
ADELA. — ¿Y avisaron a la señorita Valentina? ¿Y a doña Hortensia?
(Andando rápidamente hacia la derecha.)
(…)

Cuando llega el agente de seguros Corujedo le ocurre algo similar y ambos se preguntan ¿qué ocurre en la casa?, ¿por qué nadie les atiende?:

(…) 
CORUJEDO. —¿Da usted su permiso?
EMILIANO. —Adelante, caballero. (Para sí.) A ver si éste está al tanto. (A Corujedo.) Pase usted, hágame el favor.
CORUJEDO. —Muchas gracias.
EMILIANO. —Siéntese y póngase cómodo.
CORUJEDO. —(Sentándose.) Es usted muy amable.
EMILIANO. —Con toda confianza. Está usted en su casa... El que no está en su casa soy yo, pero da igual.
CORUJEDO. —Me llamo Elías Corujedo.
EMILIANO. —Hace usted bien.
CORUJEDO. —¿Eh?
EMILIANO. —Y como le supongo a usted enterado de lo que ocurre aquí...
CORUJEDO. —Pues verá usted: yo no tengo la menor idea de lo que pueda ser.
EMILIANO. —¡Hum!...
CORUJEDO. —Yo venía a ver al señor Cifuentes para proponerle un negocio, me he encontrado abierta la puerta de la escalera y he entrado. Ya había venido esta mañana, pero me ha sucedido una cosa que no la va usted a creer.
EMILIANO. —¿El qué?
CORUJEDO. —Que estuve aquí cerca de media hora sin que nadie me hiciera caso.
EMILIANO. —¿Es posible?
CORUJEDO. —En vista de ello he vuelto esta tarde. Soy agente de seguros de vida.
EMILIANO. —¿Y eso qué es?
CORUJEDO. —Un negocio nuevo, llamado a tener un gran porvenir.
EMILIANO. —¿Y en qué consiste?
CORUJEDO. —Pues consiste en que el asegurado pague una pequeña cantidad mensual a la Sociedad que le asegura, y la Sociedad, cuando el asegurado se muere, le da una serie de miles a la viuda o a la familia.
EMILIANO. —Lo que discurren en este siglo... Pero oiga usted, y la gente, ¿cómo recibe esa proposición?
CORUJEDO. —Al principio me oyen amablemente, pero cuando se enteran de que para cobrar tienen que morirse se indignan y me atizan.
EMILIANO. — ¡Claro!...
CORUJEDO. —La gente está muy atrasada, pero algún día el seguro de vida será una cosa corriente. Tenemos la suerte de vivir en una época, amigo mío, que nos reserva grandes sorpresas... Me han dicho que en el extranjero han inventado un artilugio que se llama teléfono y que sirve para hablar desde una población con otra.
EMILIANO. — ¡Lo que tendrán que gritar!...
CORUJEDO. —Y que hay países donde han empezado a usar un chisme que le dicen telégrafo, y que consiste en mandar cartas por la electricidad.
EMILIANO. —(Dando un salto.) ¡¡No!!
CORUJEDO. —Sí, señor; sí.
EMILIANO. —Cállese, cállese, caballero...
(Le tapa la boca.)
CORUJEDO. —¿Eh?... ¿Pero?...
EMILIANO. —Hágame el favor de callarse, que si se enteran de eso aquí, en España, me quedo sin empleo. ¿No ve usted que soy cartero? En cuanto empiecen a mandar las cartas por la electricidad sobramos nosotros.
(…)
  
Por fin se enteran de que Ricardo Cifuentes ha heredado una considerable fortuna, de que ha recibido una carta de su amigo, el doctor Bremón, en la que le dice algo que ha originado el caos: todo son gritos lastimeros y carreras descontroladas de las criadas y el cochero. Así que la curiosidad les puede a todos. Pero la información va llegando en pequeñas dosis sobre las tres cosas que focalizan todo el interés: la herencia, el contenido de la carta y un invento que parece que lo va a solucionar todo: 

(…)
HORTENSIA. —Y es que hay que tener entereza ante la desgracia. Pero ¿y Ricardo? ¿Cómo sigue Ricardo?
VALENTINA. —(Lloriqueando.) Yo creo que no sale de ésta...
HORTENSIA. —¡Qué tontería!... Se pondrá bien; os casaréis. Todo se arreglará... Y yo me casaré también con Ceferino. Porque él lo va a solucionar todo con su nuevo descubrimiento.
LUISA, MARÍA y ADELA. —(Al mismo tiempo.) ¿Con su descubrimiento?
JOSÉ, CATALINA y EMILIANO. —(Lo mismo.) ¿Eh?
VALENTINA. —(Levantándose y pasando al lado de Hortensia.) ¿Es que va a resolver hasta el conflicto de ustedes, Hortensia?
HORTENSIA.—Hasta nuestro propio conflicto, hija mía.
EMILIANO.—(A Hortensia, muy fino.) Señora: ¿se le puede permitir a un pobre cartero que se está jugando el porvenir por las incongruencias que aquí ocurren preguntar cuál es el conflicto de ustedes?
HORTENSIA. —Nuestro conflicto, cartero, es que, desde hace tres años que conocí al doctor Bremón, no vivo más que para admirarle, para venerarle y para quererle... y que, a pesar de todo, y contra mi deseo, no puedo casarme con él.
CORUJEDO. —¿Quién lo impide?
HORTENSIA. —Lo impide el que yo no estoy ni casada, ni viuda, ni soltera.
EMILIANO y CORUJEDO. —(Al mismo tiempo.) ¿Cómo?
HORTENSIA. —Lo que ustedes oyen. Porque mi marido desapareció en un naufragio, y a mí, por lo tanto, no se me ha declarado viuda.
CORUJEDO. —Ya comprendo... Y no se puede volver a casar, según la ley, hasta pasados treinta años.
HORTENSIA. —Eso es. Tengo ahora veintiuno.
VALENTINA. —(Asombrada.) ¿Veintiuno?
HORTENSIA. —(Queriéndolo arreglar.) ¡Huy!... Veintiuno... He querido decir treinta y tres; como suena igual... Pues (Echando cuentas.) tengo ahora veintiocho... Luego, con arreglo a la ley, no puedo casarme con el doctor hasta alrededor de los sesenta años.
CORUJEDO. —Realmente es un drama.
EMILIANO. —(Maravillado.) ¿Y dice usted que el invento del doctor soluciona también eso?
HORTENSIA. —También.
EMILIANO. —¿Qué habrá inventado ese tío?
HORTENSIA. —Esta mañana, Ceferino me envió a casa un recado lacónico, que decía "Querida Hortensia: La felicidad es nuestra, porque he triunfado."
VALENTINA. —Lo mismo que le dice en la otra carta a Ricardo.
HORTENSIA. —Y agrega: "Podemos reírnos del pasado, del presente y del porvenir..."
VALENTINA. —Igual..., igual...
HORTENSIA. —Para acabar aconsejándome: "Y usted, particularmente, podrá reírse de la desaparición de su esposo."
VALENTINA. —Y a Ricardo le dice que puede reírse del testamento del tío Roberto...
(El reloj da una campanada.)
LUISA. —La media. A esta hora dijo el doctor que vendría...
HORTENSIA. —Entonces está al caer, porque es puntual como un eclipse.
LUISA. —¿Despertamos al señorito?
HORTENSIA. —No. Déjenle descansar hasta que llegue don Ceferino.
EMILIANO. —Eso, eso; que no le despierten. (A Corujedo.) Porque si le despiertan y me firma el certificado, me tengo que ir de aquí sin saber lo que ha inventado ese genio.
CORUJEDO. —Claro..., claro...
MARÍA. —Voy a enfriar el champaña y a preparar los pasteles.
CATALINA. —Los ha mandado traer el señorito para celebrar lo del doctor.
(Se va con María, la cual se lleva los paquetes, por el foro.)
(…)


         Pero estos enigmas iniciales simplemente nos llevan a otro mucho más grande que surge cuando se descubre el secreto del doctor, quien sólo quería compartirlo con su amada y sus dos amigos, pero que no le queda más remedio que hacer partícipe también al cartero:

(…) 
VALENTINA. — ¡Dios mío, no morirse nunca!...
HORTENSIA. —¡Y ser siempre jóvenes!...
RICARDO. —Y asistir a los cambios que sufrirá el mundo...
BREMÓN. —Sí, pero más bajo; que no nos oiga nadie. Si se llegara a divulgar mi secreto, todo el mundo querría tomar las sales, y se nos perseguiría, se nos asediaría; incluso pondrían sitio en esta casa.... para ser todos desdichados, pues una Humanidad inmortal acabaría haciendo la Tierra inhabitable. Sólo seremos inmortales nosotros cuatro.
EMILIANO. —(Abriendo la puerta del foro.) Y un seguro servidor.
TODOS. —(Volviéndose.) ¿Eh?...
BREMÓN. —¿Cómo dice, cartero?
EMILIANO. —Ex, ex cartero. Digo, patrón, que cuando Emiliano Menéndez se propone enterarse de una cosa, se entera. Y que si no me dan a mí también una racioncita de la sal que me ha descubierto usted, monstruo de la Ciencia, pues lo cuento.
TODOS. —(Aterrados.) ¡Que lo cuenta!...
EMILIANO. —Aprendo el francés para contarlo en dos idiomas... Porque ustedes comprenderán que esto de poder tomar una cosa para no morirse nunca no ocurre todos los jueves, y sería yo el cretino mayor del reino si perdiera esta ocasión, que es lo que se dice una ganga... Así es que vayan preparando mi sal... ¡Venga sal!
BREMÓN. —¿Sal?
(Suenan unos golpecitos en la puerta del foro.)
EMILIANO. —¡Sal! ¡Sal! ¡Sal!... Digo..., entra... Es doña Luisa.
(Entran Luisa y María con el champaña y los pasteles, el agua y los vasos.)
RICARDO. —Dejadlo todo aquí... Y marchaos inmediatamente sin quedaros a escuchar detrás de la puerta.
LUISA. —Sí, señorito.
MARÍA. —(Aparte, a Luisa.) Nada, que no nos enteramos.
LUISA. —(Aparte, a María.) No, hija; no nos enteramos.
(Se van por el foro.)
EMILIANO. —¡Pobrecillas!... ¡Pensar que las dos acabarán muriéndose!... ¡Qué idiota es la gente!... Conque, ¿me va usted a dar la sal, doctor, o...?
(Emiliano cierra la puerta, cerciorándose de que nadie escucha.)
BREMÓN. —Consiento en dársela, a cambio de su silencio.
EMILIANO. —Muy bien.
BREMÓN. —Pero tiene que jurar guardar nuestro secreto...
EMILIANO. —¡Hombre! No le digo que lo guardaré hasta la tumba, porque nosotros no vamos a ver la tumba más que en fotografía; pero seré sordomudo eternamente, señor Bremón.
(Entre Ricardo y Bremón han preparado las sales.)
RICARDO. —Esto ya está. Podemos brindar cuando quieran.
BREMÓN. —El brindis corre a su cargo, Hortensia.
(…)

         Y hasta al final el mismo Corujedo tiene su recompensa:

(…) 
(Por el foro vuelve Emiliano, trayendo casi a pulso a Corujedo.)
EMILIANO. —Venga acá, que ha llegado su hora... El señor es agente de seguros de vida; un negocio nuevo. Y ahora mismo nos va a asegurar las vidas a los cinco. Pero con unos seguros fuertes, muy fuertes...
CORUJEDO. —¿Cien mil reales?...
EMILIANO. —Más. Tres billones de reales... ¡Cuatro millones de reales a cada uno!... A beneficio del propio asegurado.
CORUJEDO. —¿Por cuántos años?
EMILIANO. —A cobrar dentro de setenta y cinco años.
BREMÓN. —Espléndido. Una idea genial. Eso es, a cobrar dentro de setenta y cinco años. En esas condiciones, las primas de pago serán muy pequeñas, ¿verdad?
CORUJEDO. —Sí, claro; pequeñísimas... Pero usted, ¿cuántos años tiene?
BREMÓN. —Cincuenta y cinco.
CORUJEDO. —Pues le advierto que si no cumple usted los ciento treinta años no puede cobrar los cuatro millones del seguro...
RICARDO. —¡Toma! ¡Claro! Y esta señora los cobrará a los ciento quince, y esta señorita, a los ciento cinco, y yo, a los ciento diez.
EMILIANO. —Y yo, a los ciento diecinueve...
CORUJEDO. —(Turulato.) ¿Y ustedes creen que van a vivir hasta entonces?
TODOS. —Seguramente... Pues claro... ¡Ya lo creo que sí!
EMILIANO. —¡Usted sabe la salud que tenemos!
BREMÓN. —¡Tenemos una salud estupenda!
CORUJEDO. —Bueno, son idiotas los cinco... (Se sienta. Todos le rodean para firmar las pólizas.) ¿Los apellidos de usted, doña Hortensia?...
(…)

         Aunque en este primer acto aparecen una gran cantidad de personajes, los principales son cinco: las dos parejas y el cartero, siendo éste el que lleva todo el peso porque es quien permanece todo el rato en escena y a través del cual se van descubriendo todos los misterios. Sin embargo, el autor los estructura de forma bastante acentuada mediante la clase social que cada uno representa, estando por encima el dueño de la casa y el doctor, luego sus respectivas novias, posteriormente el cartero, y luego el resto, para eso procedía de una casa bien y podía estructurar la sociedad como mejor le placiera, ¿no?...  En el segundo acto solamente aparecen los cinco personajes centrales, pero en el tercero vuelve a llenar el escenario con un nutrido grupo.
En lo concerniente a los recursos, el autor utiliza perfectamente la ironía y los equívocos, pero principalmente la contraposición de contrarios, como, por ejemplo, la lógica popular del cartero contra los delirios y excentricidades de los ricos, los tics sociales o la intriga.
La trama de esta magnífica obra se basa en lo que la misma Hortensia indica con unos versos antes de tormarse las sales: “Por la burla cruel que a la muerte le hacemos”, y todo se sustenta sobre cuatro pilares: el amor, el dinero, la vida y la muerte. Y lo que al inicio simplemente eran los problemas prematrimoniales de dos parejas ahora, al final del primer acto, se ha convertido en todo un reto, algo imposible, algo inusitado que no tenemos ni idea a dónde nos puede llevar, pero que sólo podremos averiguar si leemos los siguientes actos… Recordad: CUATRO CORAZONES CON FRENO Y MARCHA ATRÁS, una obra en tres actos de ENRIQUE JARDIEL PONCELA.

 
ENRIQUE JARDIEL PONCELA

Sin duda se le podría clasificar como uno de los dramaturgos humorísticos más importantes del teatro español, cuyo éxito, poco reconocido en su tiempo, se basaba en un afán por la ruptura con la comedia anterior, en su empeño de crear una lógica de lo absurdo, en su gusto por el sarcasmo e ironía y en la creación disparatada tanto de personajes como de situaciones.
Nacido el 15 de octubre de 1901 en Madrid, de madre pintora y padre periodista y escritor, comenzó su educación en Institución Libre de Enseñanza, como tantos otros grandes intelectuales españoles de la época, abandonando la carrera de Filosofía y Letras para dedicarse al periodismo y la literatura, colaborando al principio con sus narraciones en las revistas humorísticas “Buen Humor” y “Gutiérrez”. Se hizo amigo de Ramón Gómez de la Serna y conoció a Miguel Miura, Tono y Edgar Neville, bajo cuyas influencias cambió su perspectiva literaria, la cual, a causa de su afición por lo inverosímil e ilógico, le granjeó no pocas críticas de los inmovilistas a quienes su sentido del humor hería las sensibilidades. Más tarde, cuando se desengañó del nuevo gobierno surgido de la Guerra Civil, fue presa incesante de la censura franquista. Sin embargo, con el paso del tiempo, sus obras se han mantenido frescas y actuales.
Se reflejaba en muchos de sus personajes, sobre todo cuando se trataban de vividores, lapidadores de fortunas, jugadores y bohemios… por eso su mordacidad era tan natural y su socarronería tan poco afectada, y por ello sabía desarrollar como nadie este tipo de figuras para la escena. No debemos olvidar que se arruinó varias veces, unas por causa del juego y otras por malas inversiones, muriendo sin un céntimo, o que tuvo una hija, Evangelina, con una mujer separada con la que nunca se casó y de la que se alejó cuando la niña tenía dos años, algo que su época era motivo de gran escándalo… o su indecisión ideológica, si es que tenía alguna convicción política, pues sin en 1936 fue detenido por dar cobijo a un político conservador, lo que le costó tres días de cárcel, luego, en plena contienda, huye a Francia, luego a la Argentina para volver posteriormente a España y residir en San Sebastián afirmando ser adicto al régimen franquista, sin embargo, poco tiempo después se declara independiente y comienza a lanzar críticas al poder establecido…
Enrique Jardiel Poncela murió el 12 de febrero de 1952 dejándonos, en su corta vida de cincuenta años,  una buena cantidad de novelas, obras de teatro, cuentos, guiones cinematográficos y artículos periodísticos, con títulos tan conocidos como “Angelina o el honor de un brigadier”, “Un marido de ida y vuelta”, “Eloísa está debajo de un almendro”, “Los ladrones somos gente honrada” o la que nos ocupa, “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”.
Seguidamente os dejamos unas cuantas citas donde podréis comprobar su mordacidad e ironía:

Hay dos maneras de conseguir la felicidad, una hacerse el idiota, otra serlo.

En la sociedad actual todo el mundo está bajo sospecha. Si uno va con una mujer es un cornudo, si uno va con un hombre es homosexual y si va solo es un onanista.

El amor es como la salsa mayonesa, cuando se corta hay que tirarlo y empezar otro nuevo.

Todos los hombres que no tienen nada importante que decir hablan a gritos.

Un pintor de la edad de Cro Magnon, decorador de cuevas y cavernas, sería hoy primera medalla en cualquier salón de artistas de vanguardia.

La juventud es un defecto que se corrige con el tiempo.

La verdad se parece mucho a la falta de imaginación.

El amor es una comedia en un sólo acto: el sexual.

Los políticos son como los cines de barrio, primero te hacen entrar y después te cambian el programa.

El etcétera es el descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes.

La muerte tiene una sola cosa agradable: las viudas.

Cuando el trabajo no constituye una diversión, hay que trabajar lo indecible para divertirse.

La mujer es como los coches, en la vejez es cuando más se pintan.

La dictadura es el sistema de gobierno en el que lo que está prohibido resulta obligatorio.

Historia es desde luego exactamente lo que se escribió pero ignoramos si es lo que sucedió.


BIBLIOGRAFÍA

Ø  Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Enrique Jardiel Poncela, edición de Fernando Valls y David Roas. Editorial Espasa Calpe, 2000.

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