EL BURRO: Capítulo V, por Antonio García Hernández y Fátima Julia Doña Molinero - Mayo 2013


Dibujo de
Fátima Julia Doña Molinero

Él está ahí: perenne, me observa, vigila mis movimientos. No lo veo, pero lo sé. Me desafía. Ha pasado una semana desde el incidente con aquel chico y el burro me reta cada noche con su rebuzno. Evita que me olvide de lo que ocurrió y alienta con sus exhalaciones la intriga que me corroe.

Mis noches se vuelven tormentosas. Primero me abordan los sueños, envueltos en papel de recuerdos de aquel día: el burro cantando, el chaval asustado, el ataque de los gitanos, la llegada de la policía que acudió a mi llamada, y su posterior salida de la casa bromeando con los asaltantes. La imagen de sus rostros mofándose en mi cara, preguntándome si no estaría enfermo, sugiriendo que lo había imaginado, me altera. Sus facciones se me aparecen deformes, articulando muescas grotescas y velazquianas. Y sus risas, perfiladas por dentaduras melladas y bocas torcidas, retumban en el vacío del sueño.

Despierto con un sobresalto y compruebo con horror que las risas que aún resuenan en mi cabeza se funden con el rebuznar de aquel maldito animal, como si éste tuviera el poder de moldear esas imágenes a su antojo cada madrugada.

No lo soporto más. Mi desesperación me conduce, inevitablemente, a actuar; he comprendido que, de no saciar la curiosidad que me come por dentro como  mil termitas agujereando mis débiles huesos, acabaré por hacerme daño. He decidido investigar por mi cuenta, resolver el misterio, me lleve a donde me lleve.

La siguiente luna llena a la fatídica noche se alza otra vez sobre el cielo, altiva y majestuosa, reclamando su reinado con una corona estrellada. Gentilmente alumbra mis pasos como una madre protectora. Mi casa no dista del refugio gitano más de trescientos metros, pero en este páramo yermo parece una distancia insalvable.

Espero a que se calme el bullicio en el exterior, a que la ciudad duerma, a que sólo quedemos él y yo ahí fuera. Salgo por la parte delantera del edificio, por donde el burro no puede verme, y enseguida busco la cómplice oscuridad. Espero acechante.

Escudriño el horizonte sin apartar la mirada del animal. En cuanto noto que aparta la vista de la dirección en la que me hallo, corro hacia la morada gitana. Nada más llegar al descampado, me lanzo al suelo. No me queda otra solución más que arrastrarme por él; no quiero ser descubierto por su infatigable vigilancia. Metro tras metro voy acercándome al caserío. Sin perderlo de vista, avanzo cuando no me observa y me detengo, muerto, cuando dirige sus orejas o sus ojos hacia mí.

Me sorprendo de la energía que inunda mi cuerpo, algo que no había sentido en muchos meses. Tal es la fuerza del miedo, de la adrenalina. Me recreo en ello a cada brazada, a cada honda bocanada. Hoy el aire sabe más fresco y llena completamente mis pulmones.

Ya falta poco. Apenas quedan unos metros hasta uno de los muros de la casa. Avanzo algo más, cuando, horrorizado, escucho la señal de alerta: el burro disemina su grito a los cuatro vientos, convirtiendo el aire en un manto pesado. Me estremezco; quedo yerto, no sé bien si paralizado por el miedo o por el instinto de supervivencia. Ni un movimiento mientras aquel grito desesperado vibra a lo largo del tiempo y de mi cuerpo.

Cuando cesa, busco por todo en rededor algún movimiento, algún signo de la presencia de los gitanos. Pero no encuentro nada. Parece que, simplemente, el burro tenía ganas de desperezarse.

Con el ánimo recobrado, sigo adelante. Ya casi puedo tocar la casa. Levanto un brazo para asirme y levantarme. Y, de pronto, dolor y oscuridad…


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