ESCRITOS DE MI MEMORIA: Presentación y La Huérguina, por Carmen Tomás Asensio – Mayo 2013


PRESENTACIÓN


La relación de Carmen con la literatura fue temprana.
Le gustaba mucho leer y devoraba todo lo que le caía en sus manos. Escribía reseñas de todos los acontecimientos, que se celebraban en su familia, con una letra infantil o en una vieja OLIVETTI sobre la que tecleaba con sólo dos dedos inexpertos de una niña de 11 años.
Cuando llegó a la adolescencia, se atrevió a “más”: formaba parte de una Asociación Parroquial y era la encargada de escribir sobre las obras de teatro que allí se representaban, de los viajes que hacían o de las procesiones de Semana Santa.
Más adelante, colaboró en el periódico local de Teruel con una columna de efemérides y con noticias que posiblemente nadie quería escribir. Sin cobrar, claro. Pero a ella le hacía sentirse importante.
Se casó y empezó a tener niños. Muchos. Once, para ser exactos.
Sacaba tiempo de su descanso para escribir en montones de libretas, rotuladas para “asuntos” diferentes: Sueños, Proyectos, Acontecimientos familiares, Nacimientos, Bautizos, Comuniones, Viajes… Los primeros pasos de los niños, la caída de los dientes de leche, su primer día de colegio y los accidentes, caídas, anécdotas, fiestas escolares…
Cualquier suceso era, para ella y su marido, una parte importante de su historia. ELLA lo escribía todo. ÉL lo guardaba todo.
Esta historia de su numerosa familia ocupa libretas y libretas, desordenadas y no revisadas nunca, pero que le sirvieron, en su momento, para expresar sus sentimientos y continuar aquella afición por la escritura, que nunca abandonó.
Cuando ya sus hijos dejaron de necesitarla tanto, empezó a participar en clases de Literatura, inicialmente en el Instituto Social de la Mujer…, luego en todos los cursillos que conocía. Primero “sólo acudía y estaba allí, absorbiendo como una esponja todo lo que escuchaba.” Pronto fue capaz de leer, en las clases, lo que escribía. Todo esto la animó y le sirvió para dar valor a su producción literaria.
Participa en diversos certámenes poéticos y de relatos y forma parte de un Club de Narrativa, que ha editado varios libros colectivos en los que aparecen algunos de sus escritos.
El presente libro recoge sólo una pequeña parte de su obra, seleccionada por personas que las quieren.

Sus hijos e hijas.

  

LA HUÉRGUINA


Yo tenía sólo diez años y acababa de perder a mi madre. Mi padre tuvo que huir al monte, porque lo buscaban para matarlo, como ya habían hecho con dos de sus hermanos. Su delito, tenía otros dos hermanos sacerdotes.
Mis abuelos y mis tíos vivían en una buhardilla de la casa que nos habían requisado en el pueblo. Los niños, mis hermanos, mis primos, repartidos en casas particulares que, al menos, nos daban de comer.
Compartíamos con ellos lo poco que tenían y a cambio les hacíamos pequeños trabajos.
Me acogió una amiga de mi madre en su casa. Era la hornera del pueblo y como le pagaban con pan, teníamos asegurado este alimento. Tenía varios niños pequeños y me nombraron niñera, fiándose de mi inexperiencia, porque sabían que me esforzaría en cuidarlos lo mejor que pudiera. Cuando lloraba el más pequeño yo se lo llevaba al trabajo a la madre, para que le diese de mamar. Aprendí a cambiarlo, a mecerlo, y al resto de los niños los vigilaba para que no se acercaran al fuego. Protegíamos las llamas con unos hierros que poníamos delante del hogar, para aislarlo del resto de la cocina. Se llamaban “morillos” y no sé por qué.
Había un abuelo bajito y arrugado, que se llamaba Segundo. Caminaba arrastrando los pies y se contaba de él que, trabajando en una granja, la dueña le dijo: “- Segundo, ¿no tienes otro paso?” A lo que contestó él: “-Sí, señora, pero es más corto.”
Este hombre, más viejo y lento aún, era el que me ayudaba a mí con los niños.
También tenía que lavar la ropa de los niños en el río. Nunca antes había lavado nada y menos en unas aguas tan heladas. A veces tenía que romper el cristal que congelaba la superficie del remanso donde podía aclarar la ropa. Las manos se me ponían moradas por el frío y llegué a tener unos sabañones tan terribles, en manos y pies, que me pasaba las noches llorando de dolor. Hinchadas y llenas de grietas sólo había un medicamento, que todo el mundo que sufría estas molestias podía usar: orinar en las grietas que mostraban su carne ensangrentada. Escocía de una manera tremenda.
Así me gané la comida, la poca comida que podíamos compartir, de los diez a los doce años.
Mi hermana Luchy estaba con un matrimonio que tenía dos hijas ya adultas. Vivían en un pueblo cercano y la cuidaban y la querían mucho. Por ella estábamos tranquilos, pero yo la extrañaba por verla tan pocas veces.
Aquel invierno hacía mucho frío, más de veinte grados bajo cero y los medios de transporte de los campesinos eran de tracción animal y tampoco se escribían cartas. Si alguien viajaba de pueblo en pueblo, para vender o comprar algo, se le hacían toda la clase de encargos y se esperaba recibir noticias nuevas durante tiempo.
MI hermano Carlos había sido acogido por una familia cercana que tenía dos hijas mayores que él y compartían sus carencias y dificultades. Pero una de las niñas le tenía unos celos terribles y lo tenía atemorizado.
El niño tenía cuatro años y el hambre, el frío, el dolor, la pérdida de los seres queridos, le habían convertido en el ser desvalido y atemorizado que se aferraba a su hermana mayor para sentirse seguro y querido. Yo procuraba protegerlo y darle ánimos y confianza y, sobre todo, quererlo mucho. Pero yo era también una niña desorientada e insegura que no sabía cómo ayudarle, cuando tenía las mismas carencias que él y sin figura que me sirviera de referencia.
Cuando llegamos al pueblo, nadie nos quería. Veníamos de la zona nacional y se nos catalogó de fascistas. Teníamos parientes sacerdotes y esto era imperdonable para muchos vecinos, que si podían sentirse llamados a prestarnos su ayuda no lo hacían para que no los relacionaran con lo que se suponía que eran nuestras ideas políticas.
Pasó tiempo hasta que sintieron una llamada de caridad hacia los niños. Al menos, a los niños, que eran huérfanos, hambrientos y débiles.
La casa, las fincas de mi madre, se habían repartido entre los más extremistas y éstos nunca se consideraron obligados a cobijarnos. Fueron los más crueles.
Nosotros, todos, mis abuelos, mis tíos, mis ocho primos, tuvimos que vestir de luto riguroso. Nuestros harapos fueron teñidos de negro. Incluida la ropa interior. No había forma de lavarnos, así que llevamos el luto, en nuestra piel, hasta que llegó el buen tiempo y pudimos lavarnos, con la ropa puesta, en el río.
Las costumbres eran las costumbres y tuvimos que acatarlas. En nuestra situación de extrema pobreza, era más difícil, sin ropa para cambiarnos.
Cuando llegó la primavera me enseñaron a distinguir las hierbas con las que alimentar a los conejos. Así que salía con una cestita para recogerlas. Siempre con el miedo de equivocarme.
Disfrutaba con esta especie de excursión. Podía coger una lechuga o zanahoria y comérmela sin que nadie me controlara. Un alimento humilde, pero un manjar al fin, después de tanta hambre.
Me tendía sobre la hierba fresca y cantaba. Si no hubiese existido la Zarzuela, la habría inventado yo.
Le hablaba a mi madre, con una música que me brotaba del corazón. Le preguntaba cosas, mis dudas, mis alegrías y penas, las noticias de mis hermanos, la ausencia de mi padre… ¡Tantas cosas para las que no tenía respuesta! Dejaba espacios para recibir una contestación que no llegaba nunca, pero me sentía llena de paz y sabía que mi madre me protegía desde el cielo.
En el pueblo rumoreaban: “- Esta chica no está bien de la cabeza. Está de luto y tiene ganas de cantar.”

No sabían a quién cantaba y cómo se llenaba de felicidad mi corazón. Pero sí, seguramente no estaba bien de la cabeza. A los diez años era responsable de tantas cosas…

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