REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Veintitrés meses de sopor y un millón de desesperados, por Vicent M.B.– Mayo 2013
Otra
vez medianoche entre semana. Centrado, delante, el ordenador. A su izquierda el
vaso y a la derecha el cenicero. Como hace cuatro años, como hace dos años.
Como hacía dos años que no. Lo único que cambia es el destilado. Cuando dejé de
hacer estas cosas me bebía hasta el coñac de guisar. Ahora tengo una tía que,
muy bien asesorada, decidió dejar de regalarme bufandas por navidad y camisas
por mi cumpleaños y lo que hace es comprarme botellas de whisky de malta de
doce años. Algo hemos adelantado.
Ahora
mismo me siento calmo, relajado. Alguien dirá que es la calma que sigue a la
tormenta. Sólo que no ha habido tormenta. Todavía.
Lo
que ha habido han sido unas cañas con los amigos. Entre los diferentes baremos
que he oído esgrimir para separar la juventud de la madurez, el que más me
gusta es el que dice que un joven es el que está en capacidad de, un día entre
semana, decidir a las nueve de la noche que prefiere irse de cañas antes que
cenar en casa. En capacidad de decidirlo y de actuar en consecuencia. Me gusta
como criterio más que otros como el gusto por las lentejas, el ansia por
hipotecarse o simplemente la paternidad. Y no he salido a tomar unas cervezas
por reivindicarme como joven, pero sí he tenido la certeza de que lo era
mientras, camino de la calle de las tascas, iba intentando convencer a alguien
para que me acompañara. He tenido éxito y he pasado un rato agradable obviando
el hecho de que uno de los concurrentes no ha dejado de tirarle la caña a otra
de las invitadas. No le culpo, yo seguramente hubiera hecho lo mismo en su
situación.
Mientras
trasegábamos vasos pensé por un momento en una boda a la que fuimos hace apenas
dos semanas. A la hora de los postres el padre del novio, por otra parte una
persona cultísima y encantadora, se sentó con nosotros en la mesa y, animado
por el vino, nos soltó una discursito de agradecimiento que culminó con un
comentario del tipo "me imponéis respeto".
No
sé si sólo se lo imponíamos a él o si precisamente se lo imponíamos a toda la
concurrencia, pero ninguno de los colegas de aquella mesa que sacó la katana en
la fiesta post-banquete consiguió rascar nada.
-De
verdad que no sé qué más quieren estas mujeres, oye -concluyó Luis, certero y
rotundo, mientras esperábamos el ascensor en mi casa, ya de día.
La
boda, no obstante, fue sorprendentemente divertida. Con la carne pusieron una
salsita muy rica. Como el cocinero conocía a los novios y se pasó al acabar el
servicio a saludar y tomarse una copa con ellos, aproveché para tirarle un poco
de la lengua. No me contó la receta completa, lógicamente, pero sí que me dio
algunas pistas. Así cuando he llegado a casa a mediodía he salido cagando
leches para el mercado. He comprado pescado para el finde y morralla fina para
hacer caldo. Y también un codillo cocido y los ingredientes que me ha parecido
que necesitaría para la salsa. Y no me ha salido igual que la de la boda: me ha
salido mejor. La he alargado con un chorreón de Pedro Ximenez y he puesto en la
cazuela el codillo deshuesado cortado a rodajas para que se calentara y se
acabara de hacer. Ha quedado tan bestia que me he abierto un tintorro de Toro
algo troglodita que me regaló mi primo hace un par de meses, en pago a un
volante de baja por pulmonía que le conseguí sin que tuviera que salir de la
cama. Y me he pimplado media botella. Y después, con el café, un chupito de
Amaro Lucano que me traje de Roma. Y después un gintonic para bajarlo todo
mientras veía la película de Tintín, la de Spielberg. No sé si habrá sido
porque iba medio trompa, pero hasta que me he dormido, a veinte minutos del
final, me ha gustado más de lo que en un guardián de la ortodoxia era
esperable.
Al
despertarme de la cabezada me he intentado quitar el regusto de alcohol de la
boca con un par de pitillos y he llevado el coche al taller. Ayer, volviendo de
Valencia, un camión reventó una rueda y cuando me encontré la cubierta rota de
cara decidí que era más prudente asir con fuerza el volante y mantener
impasible el ademán que intentar esquivarlo. Parece que solo ha sido chapa,
pero por golpes más tontos he visto joderse primero el radiador y después la
junta de culata. Falsa alarma, ha dicho el mecánico que el motor está intacto.
Que vale, que no era nada, pero yo hubiera jurado que, volviendo de la oficina
esta mañana, se oía algún ruido raro dentro, y no sólo fuera, del capó. Me he
puesto nervioso, ciertamente, y he acabado cagándome yo solito a gritos en la
madre del Conseller que hablaba por la radio. Cuando has atravesado ese umbral
maldito en el que ya has abandonado toda esperanza, todavía te sorprendes a
veces con una explosión de ira genuina. Y piensas "oye, aún me cabreo con
estas cosas". Y me reconforta: lo que me dolería sería sentirme
inmunizado. Queda, pues, esperanza. Como aquella vez que quise ir a ver una
exposición de Sorolla a Valencia y tuve que llegar a las ocho de la mañana para
hacer cola, porque era la única manera de no tener que echar la mañana entera
guardando fila en la calle. Allí pensé que, pese a todo, los valencianos
todavía nos merecemos una oportunidad. Hoy lo que he hecho ha sido cambiar la
emisora.
He
puesto Radio 3, pero la he pillado en horario modernuzo e insoportable, así que
he saltado al CD. En previsión de un probable agobio, al salir de casa de
mañanita había cogido un disco de un yanqui la mar de simpático que vive en
Valencia desde hace años y ejerce de enamorado del Mediterráneo, con ese punto
naif del recién llegado a un sitio maravilloso, del que sabe apreciar el que
para los lugareños no es más que monótono paisaje rutinario. Esta mañana yendo
al trabajo, a mitad camino, sonaba algo parecido a una bossa nova cuando he
visto el sol por encima del mar, derramándose sobre los naranjos. Vale, Londres
mola. Pero esto también. Muchas veces hay que resetearse para apreciar estas
cosas, y yo hoy lo necesitaba especialmente. No tanto resetearme per se como
apreciar la cotidianeidad, por aquello de que me veía resignado a tener que
conformarme con su mera contemplación por bastante tiempo.
En
la penúltima salida de la autovía he saltado un par de pistas del CD para que
sonara una sambita, he bajado la ventanilla y me he encendido un cigarro, el
segundo de la mañana. Si no salgo por la noche, me fumo dieciséis o diecisiete
al día. No falla. La monotonía me acaba tabulando hasta el consumo de nicotina.
El primero con el desayuno y el segundo cuando aparco. Hoy me lo he encendido
cuando todavía me quedaban unos minutos de volante. Al acabar la canción he
pasado a la radio y daban los tonos horarios: hoy llegas tarde, chaval. Cuando
vivía en el otro piso llegaba justo a tiempo, veinticinco minutos exactos desde
que ponía la llave en el contacto. Ahora me cuesta treinta pero sigo saliendo a
la misma hora de casa. Misterios insondables del comportamiento humano, soy
incapaz de adelantar todo el protocolo mañanero unos putos cinco minutos y
llegar puntual. Un día, no sé por qué, conseguí salir de casa diez minutos
antes y el viaje fue increíblemente plácido. Descubrí que esos 10 minutos de
más, los que aseguraban la puntualidad, me relajaban y ponían de buen humor y
me propuse firmemente tenerlos para mí todos los días. También me he propuesto
firmemente dejar de fumar muchas veces.
Cuando
he pegado la última calada al pitillo y he entrado al trabajo, los jefes no
habían llegado todavía. Por hacer tiempo, después de revisar el correo, he
estado leyendo cosas sueltas en la misma página en la que se tiene que publicar
esto. Hemos editado una revista con una selección de artículos de 2011. Es en
color, muy bonita, y está a la venta. He pensado que estaría muy bien que la
gente se estirara y comprara alguna, aunque no recuerde qué se quiere hacer con
el dinero que se saque. Posiblemente intentaremos no palmar pasta y punto.
Tampoco recuerdo exactamente el criterio que se siguió para elegir un texto de
cada autor, porque el coordinador de la página me lo explicó un viernes estando
de copas y esperó al tercer o cuarto cubata para hacerlo. Creo que se
seleccionó el texto más visitado de cada plumilla. Eso explicaría por qué
aparece una crónica mía de junio en lugar de otras piezas bastante más
conseguidas, a mi entender y al de otros compañeros. He revisitado por gusto
ese texto y he sonreído al recordar cuándo lo escribí. Fue en una escapada con
la Vespa a Formentera, donde me acogió una vieja amiga que trabajaba allí de
profesora. El año aislada la había desquiciado hasta el punto de que los ratos
en los que coincidimos en casa fueron violentamente incómodos. He sonreído al
ver cómo entonces hablaba del paro como la "lista de los casi cinco
millones".
Entonces
han llegado los jefes. He entrado con ellos a la sala de reuniones, les he
pedido el finiquito, un reconocimiento por escrito de los meses que me deben y
me he largado. Seis millones y pico y uno más. Al salir a la calle me he
encendido un cigarro y he llamado por teléfono a mi antiguo compañero de
despacho. El sol picaba ya en la cara.
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