JUGUETES: Susurros - 3, por Wendy – Junio 2013

- ¡Papá, te aseguro que yo lo he visto!  - afirmaba María. – Estaba ahí, derecho y mirándonos como sorprendido…
- ¡Eso lo dice para asustarme! – protestaba Lucía.
Carlos se acercó hasta la pared que señalaba la niña y golpeó el muro con la palma de la mano.
- Pues parece que no hay ninguna puerta ni nada por el estilo… Igual viste un fantasma… - bromeó.
- ¡Papá! – protestó Lucía.
- Estaba ahí, papá… Te aseguro que lo vi…
La tormenta ya había pasado y ahora los rayos de sol del atardecer iluminaban todos los rincones del desván repleto de muebles y trastos viejos y polvorientos. Lucía, la madre comenzó a abrir cajones y a rebuscar por todas las cajas amontonadas. Carlos se acercó a un armario desvencijado e intentó abrir sus puertas y de pronto soltó un grito que hizo correr a las niñas hasta abrazarse a la madre quien tuvo que agarrarse a uno de los muebles para no caer.
- ¡Carlos, por favor, deja de hacer el tonto! – recriminó a su marido.
- ¡Ja, ja, ja…! ¡Vaya par de valientes! – se burló él.
- ¡No tiene gracia, papá! – protestó Lucía mientras María se disponía a salir.
- María, espera – ordenó el padre. La niña se detuvo. – No te enfades, pero muchas veces te dejas llevar por tu fantasía – ella apretó los labios y frunció el ceño – y eso asusta a tu hermana…
- Yo sólo digo lo que vi – aseguró ella.
- Bueno, ya está bien – concluyó la madre. – Mañana todo esto irá a la basura… Este es un buen lugar para poner un estudio, aquí podremos leer, coser, y hacer vuestros deberes…
- Si nos dejan los fantasmas – bromeó el padre y María salió dando un portazo.

María y Lucía eran mellizas, pero no podían ser más diferentes. Mientras Lucía era el vivo retrato de su madre: rubia, ojos azules, alta, delgada, dulce, silenciosa, tranquila y estudiosa, María era un volcán en erupción: inquieta, rebelde, fantasiosa, tan alta como su hermana, pero de constitución más fuerte, morena y de ojos castaños. En el colegio, si alguien se metía con ellas, Lucía lloraba y se quejaba, pero María lo arreglaba a tortazos sin importarle que fuera una chica o un chico su contrincante, y lo mismo ocurría entre ellas, por lo que una siempre aparecía magullada y llorosa mientras la otra tenía que sufrir los castigos mascullando alguna futura venganza contra su hermana. Además de todo esto, Lucía era sensata, meticulosa y predispuesta a razonarlo todo, pero María vivía en un mundo de fantasía y su imaginación rayaba muchas veces los límites de lo razonable, siendo una de sus mayores diversiones asustar a su hermana hasta que los padres intervenían y acababa la discusión.

Los días fueron pasando, calurosos, sofocantes y agotadores entre tanto trabajo de limpieza, pero a mediados de julio, la casa estuvo lista para ser habitada, siendo la admiración de los vecinos y visitantes quienes pudieron apreciar que la vieja construcción volvía a renacer como en los buenos tiempos en que los antiguos indianos la construyeran. Lo cierto es que la mansión era inmensa para los cuatro y, por primera vez en sus vidas, Lucía y María disponían de habitaciones separadas que ellas mismas habían decorado y amueblado de acuerdo con sus diferentes personalidades y esa nueva independencia les agradó sobremanera…
Mientras tanto, las dos muchachas, como cualquier adolescente de catorce años, habían hecho fácilmente amistades entre la juventud del pueblo y pronto se encontraron felices y contentas de pertenecer a aquella pequeña sociedad rural, donde no sólo encontraron compañeras con quienes compartir secretos y aventuras, sino también algún muchacho que comenzó a rondarlas y a quitarles el sueño de vez en cuando…
- Deberíamos hacer una fiesta de inauguración – propuso Lucía y, sorprendentemente, María estuvo de acuerdo.
A sus padres no les pareció mal la idea, pero Carlos les puso la condición de que limpiaran el jardín para poder realizarla en él. Así que, a pesar de ser un lugar inmenso y tan abandonado que parecía una selva, las hermanas no se lo pensaron ni un momento y se lanzaron a desbrozar, arrancar, cortar y arrasar tal como el mismísimo caballo de Atila, por lo que los mayores pensaron que tal vez no fuera mala idea contratar a un par de jardineros antes de que todo quedase convertido en un yermo desierto. En dicha tarea estaban cuando una mañana el rastrillo de María golpeó algo duro bajo un matorral empeñado en resistir, al apartarlo apareció una larga losa de mármol rosado. Se acercaron los dos hombres y comprobaron que era lo suficientemente grande para que cupiera una persona echada bajo de ella, sin embargo desestimaron cualquier uso funerario ya que no aparecía ninguna leyenda grabada sobre la superficie pulida de la roca.
- Tal vez simplemente fuera la base de algún banco, mesa u otro adorno del jardín – comentó el más viejo de los dos.
- Miremos a ver si hay más detrás de los otros matorrales – propuso el otro.
Pero no encontraron ninguna más. Sólo aquella losa rosácea, un poco desgastada por el tiempo y los elementos en sus bordes y con una pequeña grieta que la atravesaba perpendicularmente a las bases más estrechas, tal vez a causa de la presión de las raíces, pero en general en buen estado y lanzando brillos pétreos a cada ocasión que un rayo de sol se dejaba resbalar sobre ella.
- Pues yo creo que ahí debe haber alguien enterrado – expuso María mirando de reojo a su hermana.
- ¡Ya está con sus tonterías! – protestó la otra sacando una sonrisa a los jardineros.
Al final Carlos y Lucía decidieron que sobre ella colocarían algún macetero o algo similar de adorno, sin embargo, María siguió en sus trece de que aquello era una tumba anónima para disgusto de su hermana.

En la última semana de julio ya estaba todo dispuesto y, sin más tardanza, dejaron la casa rural donde habían pasado casi dos meses y se trasladaron a su nuevo hogar. Ninguna habitación había sido olvidada y todo se intentó recuperar lo mejor posible para disfrute de la familia, pero la mansión era tan inmensa que, si querían, podían pasar días sin verse dentro de ella. Sólo faltaba la calefacción que sería instalada tras las vacaciones de agosto, pero ahora, en verano, eso podía esperar. Así que se decidió que la fiesta tendría lugar el primer sábado de agosto y para tal efecto Lucía, la madre, se encargó de contratar una discomóvil y un servicio de catering que serviría una cena fría para todos los invitados y posteriormente una barra con bebidas… Lo cierto que en el pueblo fue toda una conmoción y prácticamente tuvieron que invitar a casi la totalidad de los vecinos lo que no gustó nada a Carlos, quien se pasaba horas y horas sacando unas cuentas que no le cuadraban por ningún lado:
- Esto se nos ha ido de las manos… - protestaba sin ningún éxito.
Pues lo cierto es que las niñas y la madre estaban encantadas y dedicadas en cuerpo y alma a tal celebración.
Los primeros días en la nueva vivienda resultaron frenéticos y Carlos se encerraba en su despacho, el cual tenía tres grandes ventanales que daban a un jardín en el que, lejos de reinar paz y tranquilidad, había un constante ir y venir, poniendo y quitando cosas, decorando y redecorando, probando, instalando, encendiendo, apagando… un verdadero infierno para alguien necesitado de silencio: las musas de la imaginación se habían marchado hacia rincones más sosegados… Y entonces decidió acomodarse, temporalmente, en el estudio del desván.
¡Aquello era otra cosa!... Iluminado por los cuatro puntos cardinales se podía permitir bajar las persianas de las ventanas que daban al sol y seguir teniendo la luz natural que tanto le gustaba, así que decidió que aquél sería su despacho durante el verano y luego… ya se vería. La estancia era espaciosa, pues ocupaba todo el último piso de la casa que, a pesar de ser más reducido que los de abajo, tenía unas grandes dimensiones, pero como carecía de tabiques que lo dividiesen, de todas las ventanas llegaba suficiente luminosidad. Así que eligió una que daba a las montañas y cuyo paisaje no estropeaba construcción humana alguna y allí colocó una mesa con su ordenador portátil y en la pared una pequeña estantería con los libros de consulta necesarios y, como habían decidido instalar el cable telefónico en todas los pisos, podía conectarse a Internet cuando le placiera… ¿Qué más podía necesitar?
De todas formas, los primeros días fueron poco productivos pues su cuerpo y su mente no estaban todavía habituados al nuevo lugar y él era un hombre de costumbres y ritos repetidos hasta la saciedad, sin embargo la tarde del viernes víspera de la fiesta, Carlos consiguió encontrar una buena veta de inspiración y, cuando eso ocurría, se lanzaba a tumba abierta perdiendo la noción del tiempo y aislándose de todo cuanto le rodeaba, por ello no se dio cuenta cuando llegó María para avisarle  de que la cena ya estaba preparada. El sol hacía rato que se había puesto tras la cordillera de Poniente y el desván se estaba llenando de sombras, pero Carlos, con los ojos clavados en el ordenador, no necesitaba más luz que la de su imaginación. Por eso cuando escuchó la voz de su hija:
- Están ahí, papá… son cuatro, uno más mayor y tres niños pequeños…

Un escalofrío recorrió todo su espalda y su cuerpo se endureció como una roca cuando fijó la mirada en el lugar que señalaba su hija…


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