JUGUETES: Confusión, por Wendy


Lucía madre tenía fama de ser una excelente guisandera a quien le encantaba invertir tardes completas en la cocina preparando los más variados manjares adquiridos en las tiendas del pueblo, buenas viandas, al fin y al cabo, productos naturales, en gran parte, de la misma tierra en que se encontraban, región de inmejorables vinos y sabrosas carnes, de jugosas frutas y abundantes hortalizas… A ella le gustaba deambular entre sartenes, cacerolas y demás utensilios culinarios, mientras escuchaba la radio y tatareaba las canciones que por él se emitían, pero ello no le distraía ni un ápice del verdadero fin, que no era otro que el de realizar obras de arte sobre los fogones o dentro del horno o del microondas, sin olvidar los platos fríos o los postres necesitados de la refrigeración... Gracias a toda esta labor, el aroma que les llegaba a los habitantes de la mansión, así como a cualquier eventual o accidental visitante que deambulara casualmente por los pasillos del antiguo caserón, era de tan suculentas sugerencias que fácilmente abría el apetito del estómago más reticente.

Y aquella noche, cálida y limpia, repleta de aromas frescos de finales del verano, de cielo exuberante de estrellas titilantes, le pareció especial a Lucía hija, quien andaba algo despistada últimamente o, mejor dicho, demasiado centrada en un solo objetivo que no fuera el guapo muchacho recientemente conocido en una velada de discomóvil, demasiado peso para su joven cerebro acostumbrado a metas bastante más livianas, por lo que propuso cenar en la marquesina del jardín, el cual, justo es reconocerlo, había aparecido exuberante y esplendoroso del fondo de la selva que encontraron al llegar y, en gran parte, gracias al trabajo de las hermanas, claro está, que ayudadas por los dos jardineros contratados en el pueblo quienes costaron lo suyo, pero que, visto el resultado, se ganaron con creces su sueldo, y la propuesta, sorprendentemente, fue secundada por María quien, al contrario de su hermana, era más resistente a la fiebre hormonal de la adolescencia, sin embargo bastante más propensa a la ensoñación y a la fantasía, por lo que una noche así no podía ser desperdiciada con facilidad. Por lo que cuando Carlos llegó, estirando sus miembros anquilosados de horas delante del ordenador, se encontró con un preparativo inesperado dentro de un escenario no imaginado de bosque de hadas.

- ¿Quién ha puesto todas estas luces aquí? – preguntó sorprendido al ver el jardín tan profusamente adornado e iluminado.

- Nosotras – respondió María encantada.

Carlos miró detenidamente a su alrededor y no podía salir de su asombro: de los matorrales surgían colores tenues que le daban un aspecto mágico a rincones que antes simplemente habían sido viejos muros desconchados, y por ellos ascendía la luz o se dejaba caer como cascadas desde las ramas de los árboles; el sendero que recorría los huertos destacaba por su blancura flanqueado por pequeños farolillos que, como luciérnagas juguetonas, lo sembraban de diminutas sombras surgidas de la grava, y la fachada, recién remozada y pintada, gritaba a los cuatro vientos su color irreal en una especie de luna cercana y acogedora. Y sobre la mesa del cenador, pulcramente arreglada con un mantel de tela que jamás antes había visto y con una vajilla desconocida decorada con profusión en color azul sobre fondo blanco, destellaban las llamitas de unas velas de colores indefinidos moviéndose al vaivén de los soplos de la brisa.

- ¿De verdad habéis hecho vosotras todo esto? – volvió a preguntar incrédulo.

- ¡Claro, papá! – exclamó Lucía divertida.

- ¡Vaya por Dios! – profirió él rascándose la cabeza.

- ¡Pero, cariño! ¿Qué estás tonto?...

Carlos miró a su mujer sin entender.

- ¿Quién va a hacer esto?... ¡Los electricistas! – dijo Lucía madre.

- Pero, pero… ¿por qué no me lo habéis consultado? – ahora Carlos parecía perplejo. – Esto costará mucho dinero…

- Pero, cariño – Lucía lo miraba preocupada. – Si fuiste tú quien les dijo a ellos que lo hicieran…

- ¿Yo?...

- Sí, tú.

Carlos se acercó al templete para tomar asiento en una de las sillas. Se le veía confundido, preocupado… La luna se negaba a esconderse entre las ramas de los tilos, enormes, profusos, refrescantes y acogedores y, en un último desesperado intento por dejar su huella, alargaba sombras en la sombra. Mientras tanto, como si se hubiesen puesto de acuerdo, desde los naranjos del fondo, desde los rosales de la vereda, desde el jazmín de la fachada y desde otros rincones más incógnitos, llegaban los diferentes aromas que calmaban el espíritu y adormecían la voluntad.

- ¿No lo recuerdas? – le preguntó su mujer un poco inquieta, él negó con la cabeza. Ella se acercó y tomó asiento a su lado. - ¿Te encuentras bien? – Entonces Carlos se dio cuenta de lo hermosa que seguía siendo y de lo enamorado que continuaba estando de ella.

Las niñas, algo turbadas e inquietas, les observaban desde la puerta de cristales que comunicaba con la salita.

- Sí, sí… No es nada – la tranquilizó sintiéndose desconcertado y, a la vez, bastante preocupado. – Simplemente estoy un poco confuso… ¿Sabes?... últimamente me están ocurriendo cosas que no se cómo explicar y… eso… eso…

- ¿Cosas?... ¿Qué cosas? – preguntó su esposa en cuyos ojos la luna se resistía a desaparecer.

Carlos miró a su alrededor con la angustia dibujada en su rostro…

- Como hace un instante, cuando María ha subido al desván a llamarme para cenar… - las tres se miraron sorprendidas. – Ha sido como si yo no estuviera allí y, de pronto, cuando María me ha llamado… bueno… ha sido como un vuelco… como si volviera de un lugar lejano…

- Perdona, cariño – le interrumpió su mujer, - creo que trabajas demasiado… Es esa nueva novela que te está absorbiendo bastante…

- ¿Tú crees?... – en su mirada aparecía una súplica.

- Sí, nosotras lo creemos – y buscó la mirada de sus hijas que afirmaron al unísono forzando una leve sonrisa. – Debes descansar más, Carlos, tómatelo con más calma… Mira a tu alrededor, ahora vivimos en un lugar tranquilo y maravilloso, disfruta de esta casa y…

- ¡Pero es ella, Lucía, es esta casa la que no me deja! – gritó llevándose las manos a la cabeza.

Las tres mujeres sintieron escalofríos y se miraron asustadas. Un leve sonido rompió el silencio espeso que había surgido de la nada, y un gato, posiblemente negro, apareció recortado en la claridad lunar sobre el muro del jardín.

- ¡Papá, no digas tonterías! – pidió María mientras su hermana le cogía una mano.

- ¡Pero si tú misma los ves!... – gritó Carlos poniéndose en pie y dirigiéndose hacia su hija. - ¿No los escuchas como nos van contando sus historias?... – La aferró por los brazos mirándole a los ojos y ella intentó zafarse de sus fuertes manos, pero no pudo. – Están en todas partes por donde vayamos… siempre susurrando… siempre susurrando…

- ¡Papá, me haces daño! – suplicó la niña aterrada, mientras su hermana corría a refugiarse en los brazos de la madre.

- Pero… ¿por qué dices eso?... Si tú los has visto desde el primer día en que entramos aquí… - dijo en voz baja mientras veía como unas pequeñas lágrimas comenzaban a brotar por el borde de los párpados de María. Carlos la soltó y se volvió hacia su mujer. - ¿De verdad que no los oís?...

- ¿Qué tenemos que oír? – preguntó Lucía madre con un nudo en su garganta.

- Los susurros… - respondió Carlos mirando hacia las ventanas iluminadas. – Lo susurros, por todos lados, en todos los rincones, en cada habitación… los susurros de esos niños… de esos pobres niños que quieren contarnos sus historias… sus terribles historias…

- ¡No hay niños aquí, papá! – gritó María a punto de echarse a llorar.

- ¡Pero si tú misma me los has señalado en el desván, justo en la pared del fondo, cuando has subido a llamarme para cenar! – gritó Carlos desencajado y María rompió a llorar.

- Papá… Papá… nadie ha subido a llamarte al desván para cenar.

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