LA PENÚLTIMA FILA A LA IZQUIERDA: O. Coleman, por Ana Bosch López




Sentado en la penúltima fila a la izquierda, Ornette escuchaba el pésimo concierto que estaban ofreciendo sus colegas interpretando el Quatour pour la fin du temps de Olivier Messiaen. Por lo visto, no parecían estar presentes los al menos catorce años de estudios oficiales que habían pasado cada uno de ellos hasta hacerse llamar profesionales. Les habían seguido decenas de cursos, masterclases, y estancias fuera del país con los mejores de su especialidad, una infinidad de horas de estudio y una considerable suma de dinero.
 “Todo para esto” pensó. Ni siquiera realizaban una buena ejecución técnica, lo cual no lograba comprender; habían pasado meses ensayando esa obra. Y no es de extrañar, Messiaen era un compositor complicado; su lenguaje construido con modos propios era un tanto novedoso para músicos de formación clásica que sólo lograban conocerlo superficialmente y durante un breve periodo de tiempo en academias y conservatorios. Después volvían a enfrascarse en las reestudiadas y formalísimas obras de Mozart, Beethoven o Brahms. Por eso, cuando aparecían conciertos donde se requerían repertorios o autores específicos, se realizaban este tipo de chapuzas. Hace falta un estudio minucioso para poder interpretar bien una vida marcada por la persecución judía y la convivencia en un campo de concentración como la de Olivier Messiaen.
A diferencia de ellos, Ornette había comenzado sus estudios de música con veinte años. Invirtió todo su dinero ahorrado en un saxo tenor Conn 10M, un atril de segunda mano y una pequeña impresora que le permitiese imprimir las partituras; su formación fue totalmente autodidacta. Después de varias pruebas fallidas, se dignó a observar una serie de tutoriales en Youtube a fin de adquirir ciertas nociones básicas, ya que se negó rotundamente a seguir los libros de iniciación que le aconsejaron sus colegas, llenos de repertorio infantil, por hacerle sentir ridículo, y se pasó días enteros sin apenas dormir, escuchando  versiones de las más grandes intérpretes del jazz; su verdadera pasión. También se dedicó al estudio de los compositores contemporáneos más grandes de la música clásica, comenzando por Igor Stravinsky, que le fascinó.
Ornette tenía un peculiar gusto por lo extravagante, sobre todo por aquello que evocara una aparente ausencia de forma, razón por la cual, sintió una enorme conexión la primera vez que supo del que fue el creador de Free Jazz: Ornette Coleman.
Desde el momento que lo conoció, supo que era el tipo de música que buscaba. Su look desaliñado y diferente a su época, le había propinado serias palizas a este tejano nacido en 1930. En su música ocurrió algo similar. Adoptó atributos ya utilizados en la música clásica con anterioridad, tales como la escala de tonos, la atonalidad, la música electrónica o la aleatoriedad, y los colocó en la música jazz, negando toda forma estética vigente. En este sentido. Coleman tenía cierto paralelismo con el famoso John Cage, ya que ambos niegan las normas y estilos hasta entonces establecidos, expandiendo los medios disponibles a los músicos, tomando un papel relevante conceptos como el silencio y el ruido. En palabras del propio Coleman: “Yo no digo a mis músicos lo que tiene que hacer, yo quiero que interpreten aquello que la música les sugiere en el momento y expresen cuanto quieran expresar”.
Esta romántica idea, le hizo obtener serias críticas y grandes rechazos. Aun así, contó con el apoyo del trompetista D. Cherry con el que realizó las primeras grabaciones en el álbum “Tomorrow is the question” entre 1958 y 1959. Este hecho despegó su carrera y en 1959 grabó “Lonely Woman” que se convirtió en una de las mejores obras del momento. Pero Coleman era un inconformista y aunque su música se había unido al movimiento Black Power, continuó investigando sonidos y experimentando con instrumentaciones, componiendo incluso piezas orquestales como “Skies of America” grabada por la London Symphony Orchestra.


Finalmente, Coleman consiguió lo que quería: éxito. Éste vino acompañado en 1977 con el álbum “Soapsuds”, con el cual, se formó un merecido nombre en la historia del jazz.
Resulta bastante obvio el porqué Ornette se había obsesionada tanto por Coleman; sus ideas de ausencia de reglas, la extravagancia, todo. Era él mismo tiempo atrás. Sentía que estaba destinado a ser tan grande como él, incluso de había cambiado el nombre en su honor; quería seguir sus pasos.
Ornette llegó a casa. Dejó las llaves encima de la mesilla cuando vio un sobre en el suelo; seguramente lo habían tirado bajo la puerta. Lo abrió. Contenía una entrada para la ópera “L’elisir d’amore” de Donizzetti interpretada en el Liceu de Barcelona, que tenía como protagonistas a los cantantes Rolando Villazón y Aleksandra Kurzak.
Evidentemente, aquello había sido obra de su hermano. La carta llevaba una nota: Me lo prometiste. “Pídele un favor a tu hermano y lo pagarás toda la vida”. Odiaba la ópera. Para él, eso no era música, eran sólo un grupo de gente dando gritos y otro grupo de gente que iba a verlos para aparentar cultura y dinero. “La verdadera música no está rodeada de billetes, sino de sentimientos, aunque estos estén acompañados de mugre, zapatos viejos y porque no, de una buena cantidad de whisky en sangre”.
Decidió que ya pensaría otro día una excusa para escabullirse. Se metió en la cama, no sin antes observar unos segundos la foto sobre la mesilla de una joven rubia con un vestido escotado por la espalda y grandes hombreras a lo Coco Chanel. “Buenas noches Nancy”, dijo, y apagó la luz.

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