REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Limpia de pecados, a eso de las tres, por Vicent M.B.

 Yo tocaba zarzuelas. Después de veinte años de músico he tenido tiempo de hacer muchas cosas. Pero le tengo especial cariño a los años que pasé tocando en la orquesta de una compañía de zarzuela. Empecé a tocar con ellos porque los dirigía el que había sido mi primer director. Una faceta que le engrandece es que, desde siempre, ha preferido llamar como músicos de refuerzo a gente muy joven -a mí mismo, de hecho, empezó a pasearme por distintas bandas con solo 15 años- respondiendo a una filosofía de cajón:

-Yo llamo a un profesional y viene a uno o dos ensayos, toca con oficio, me cobra como una puta de lujo y espanta. Un chaval de estos viene a todos los ensayos que le pidas, te toca el papel prácticamente igual y le da hasta vergüenza cobrar algo porque su ilusión es tocar en una banda en la que no lo haya hecho aún, y si es grande, mejor. Y así, además, los chavales crecen y se hacen músicos.

Todavía hay despistados que no entienden por qué, a un grito de este director, le podrían acudir hoy un centenar largo de músicos jóvenes valencianos para lo que haga falta. Todos ellos espléndidos. Y además de los espléndidos, también acudiría yo. Porque, igual que en su momento estuvimos para lo que hiciera falta, fue este mismo director el que respondió hace dos años y medio a una llamada ciertamente desesperada que hice en una red social: a apenas tres días de tener que depositar la tesis, se me había pasado por alto el nimio detalle de hacerle una portada. A ello había que sumar que el típico amigo ágil con el photoshop al que le solía encargar estas cosas andaba sumido en una depresión de la que aún hoy tiene noticias de tanto en tanto. Así que mientras barruntaba hacer algo contracultural inspirado en la portada del álbum blanco de los Beatles, pedí ayuda en Facebook. El Monstruo, como le llamábamos algunos, acudió al rescate, sacó tiempo no se sabe bien de dónde y me mandó y retocó la portada en menos de 36 horas. A cambio solo se llevó un sitio en los agradecimientos, pero es que siempre habíamos funcionado así. Con un "gracias", un abrazo y, como mucho, una botella de Ballantine's. 
A veces me pregunto si no habrá superado ya la afición a un whisky tan peleón. Un año, en Fallas, me pidió si podía ir a tocar a un acto puntual. Un amigo suyo había montado una charanga y unos cuantos músicos le habían dejado colgado y vendido apenas una semana antes de empezar, así que el Monstruo tiró de agenda (y de su propio clarinete, que debía estar más oxidado que menos) y consiguió, a base de encajar despertás, pasacalles y ofrendas, que aquello saliera adelante con cierta dignidad. Eso pasó necesariamente por ir robando a los músicos de otras charangas la única mañana o tarde que tenían para dormir 4 horas seguidas (una singularidad en la vida del músico fallero). Como compensación, por la noche el organizador desorganizado y él, aparte de la promesa del pago más pronto que tarde, nos invitaban a cenar en un bar del pueblo. La noche que yo cené con ellos, y con 4 músicos más en la misma situación que yo, era la tercera seguida que maldormían, así que después del primer cubata se ofreció a llevarme de vuelta a Valencia, donde yo dormía con mi charanga en un piso-patera gentilmente cedido por la falla donde tocábamos. Mientras subíamos al coche lamentó no poder quedarse de juerga.

-Llevo por lo menos diez años sin tocar en Fallas, y este año además de tocar, el Cacau -el susodicho organizador- se empeña en pagarme los favores a cubatas. Por cierto, espera un momento y subiré a casa a coger tabaco.

Subió a casa y bajó con tabaco. Y una botella de Ballantine's. Cuando la vio encima de la mesa del comedor le pareció que, ya que iba a Valencia, nos podíamos tomar un cacharro allí. La siguiente jugada fue la realmente magistral: para no bebernos el whisky caliente, fuimos a una especie de fast-food del alcohol barato que había en la zona universitaria donde, para ahorrar en destilado, ponían los cubalitros hasta los topes de hielo. Nos bebimos el cubalitro que nos sirvieron, aprisa y corriendo para que no se derritieran los cubitos, y arreamos en el mismo recipiente la media botella de whisky que quedaba. Tengo lagunas serias de aquella noche. Sé que, entre otros antros, acabamos pidiendo en la barra de una discoteca en la que había demasiada gente de la edad de mis padres. Pero no sé, por ejemplo, por qué cojones yo acabé de vuelta en su pueblo. Lo que recuerdo nítidamente es que vomité en la tapia del cementerio. Y no he olvidado desde entonces que en marzo las alcachofas están para recoger: a la despertá del día siguiente llegué con media hora de retraso, pero con un ramo de alcachofas. Una para cada músico. 


-Tratadlas con cariño, que son del bancal del cementerio. Y no sabéis a quién he tenido que quitar de encima de la mata para poder cogerlas.


En el bar donde almorzábamos nos hicieron una tortilla con ellas. Creo que también vomité mi parte. Al día siguiente, San José, me llamó para darme las gracias por haber tocado, pedirme perdón por lo agitado de la noche y recordarme que en dos semanas teníamos ensayo.
Maldecí especialmente aquel ensayo, por lo pesado que fue. Aquella era una de las primeras actuaciones que montaba aquel cuadro. Tal vez la primera, no lo recuerdo. Pero recuerdo que era la primera zarzuela de su repertorio. Esa misma agrupación musical había representado zarzuelas cuando todavía eran un fenómeno de masas, hasta que dejaron de hacerlo en los años setenta. Treinta años después se propusieron retomarlo rescatando de la abulia a los pocos miembros vivos y sin demasiados achaques de la etapa anterior y fichando alguna joven promesa del canto en los conservatorios de alrededor. Para darle empaque, eso sí, contaban con una orquesta robusta sacada de la banda sinfónica de esa misma sociedad. Y, como el director era el Monstruo, allí estaba yo también, a la percusión y horrorizado ante la perspectiva de tener que ponerme pajarita para tocar. El libreto a ejecutar, La Alegría de la Huerta, giraba alrededor de un tema nada trillado: el amor que surge desafiando un matrimonio de conveniencia. La música era tan original y sugerente como el argumento. Y para rematarlo todo, estaba ambientada en Murcia. En la huerta de Murcia, concretamente. Obviamente, adoraba aquella zarzuela. Lo sigo haciendo.
Y allí estábamos peleando con el coro. Cualquier músico que haya tocado para cantantes sabrá el infierno que puede llegar a suponer. Los mismos cantantes hacen gala de ello cuando explican que los músicos no tocan "con" ellos, sino "para" ellos. El tema puede tener un pase si tocas para la Caballé. Pero aquello era una banda de aficionados desafinados incapaz de medir un dos por cuatro. Duro, muy duro. En esa tesitura forjé una amistad que se ha mantenido con los años con la base rítmica de la orquesta -fagot, trombón, contrabajo y yo mismo- basada en la camaradería brusca surgida de la necesidad: sabíamos que si el director nos miraba apretando los dientes había que tocar más fuerte, prietas las filas, hasta acabar el número como buenamente se pudiera. Aún hoy cuando nos encontramos, muchos años después, las anécdotas de aquellas giras nos ocupan desde el segundo cubata hasta que nos cierran los bares.
Había, sin embargo, un número que salía bastante rodado. En él salía un coro femenino explicando que iban a adorar a la Virgen. En el libreto original eran beatas. Allí eran un grupo de adolescentes con turgentes pechos que sonrojaban a cualquiera cuando explicaban en falsete que ellas eran "las devotas de la Fuensantica". Para una cuadrilla de músicos salidos, como nosotros, aquello era un regalo caído del cielo. Las presuntas beatas se descubrirían, en posteriores viajes en autobús camino de pueblos perdidos que querían zarzuela, como el único gremio capaz de aguantar a los músicos. Ya no capaces: veían la apuesta y subían el envite. Jamás he vuelto a ver, quitado de alguna despedida de soltera, un colectivo de mujeres tan casquivano. Una delicia, como decía.
Así fue que, habiendo acabado su número subió al escenario el director de escena. Era un señor muy mayor y muy bonico, de los que entroncaban con la anterior época de la agrupación, y se le veía con mal color. Se puso delante de las niñas, pálido y sudando y llamó la atención de todos los que estábamos allí:

-Mirad, que aquí la semana pasada hubo un festival de cine. Los chicos que lo organizaban se dejaron entre semana el material y se ve que les han desparecido unas cintas. Por favor, si alguien se las llevó que las devuelva, que son películas inéditas que les han dejado de las productoras.

Los músicos que habían venido por primera vez a ensayar se extrañaron de ver al hombre tan apurado. "Qué sentido que es", comentaban. A los que llevábamos desde la semana anterior con la matraca nos costó trabajo no descojonarnos. El festival de cine había sido de género. Concretamente, de cine erótico. Y, a juzgar por las películas, que obviamente nos habíamos llevado los músicos, había sido de una gran factura. Una de las películas le había gustado incluso a una de las devotas de la Fuensantica, como nos había explicado con gran alborozo el contrabajo al principio del ensayo. Y por nuestra puta culpa estaba Humberto, aquel santo varón, pasando las de Caín. Tan demudado lo vio el presidente de la sociedad musical que corrió a esperarlo al pie del escenario para tranquilizarlo.

-¡Hay que ver, Humberto, qué gente! Cantando "Ave María" y robando películas porno.

-¡Si a estas alturas no sabéis lo que es trabajar con músicos os lo tendríais que hacer mirar!

No le contestó un músico. Le contestó nuestro director, a voces, desde el podio. Creo que ya he dicho que sus chicos le adorábamos.


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