TEMAS E IDEAS: El árbol, por Ancrugon

Era grande, enorme, tupido, lustroso y, cuando lo mirabas con detenimiento, daba la sensación de dominarlo todo con ese aire de indiferencia propio de las matronas del pueblo.
Seguro que sabía más de lo que callaba...
Pero para mí era un fastidio.
Ya conocía su importancia, sí: el aire de él conseguía el oxígeno, eso lo estudié de pequeño, ¿fotosíntesis, no?; también multitud de aves hacían en él sus nidos; servía de alimento tanto a hombres como a animales, y era encantador oír su voz cuando hablaba con el viento y sentir su frescura en el verano; vale, todo eso era cierto, pero no por ello dejaba de fastidiarme que en mis ratos de volar ocultase a mis ojos el horizonte.
Así pues, al enterarme de su próxima tala, me alegré muchísimo.
En un principio...
La causa, una piscina privada y el miedo a que sus raíces pudieran horadar sus lisas paredes en busca del agua vital.
No estaba bien desear su mal, lo confieso, pero en el fondo me gustaba la idea de dejar que mi mirada se perdiera más allá del límite por él impuesto.
Nunca me había acercado a su lado, nunca me había dejado acoger bajo su sombra protectora, ni me había apoyado en su rugoso tronco. Nuestra relación se había limitado siempre a observarnos mutuamente desde la distancia. Pero su rumor me llegaba continuamente nítido y mi deseo de traspasar sus fronteras creaba entre nosotros una relación, mezcla de fastidio y atracción, que nunca dejaba que me fuera indiferente. Por eso, cuando supe de su cercana destrucción, algo en mi interior se disparó de forma automática y tuve una inevitable necesidad de conocerlo más de cerca. De esta forma, en cuanto tuve la ocasión, me aproximé hasta su voluminoso cuerpo.
Había como algo religioso en este hecho. Muy, muy extraño...
Si desde la distancia parecía enorme, bajo su copa era como estar en el interior de una catedral, envuelto por la penumbra de la débil luz tamizada a través de las vidrieras de su follaje. Arriba, en la verde cúpula, la vida se desarrollaba en un incesante ir y venir teniendo por banda sonora el infatigable trinar de la coral alada y el rasgar de cuerdas del viento pausado. Abajo, sobre la alfombra crujiente de las hojas secas, se erguía orgulloso su grueso tronco de piel torturada, como el mástil central de un velero centenario.
Como veis, me sentía poeta.
Era un algarrobo, enorme, milenario tal vez, cuya única utilidad, ya que sus dueños hacía años que habían dejado de recoger sus cosechas de oscuras vainas, era dar sombra a los caminantes o cobijo y alimento a los animales.
Aquel primer acercamiento duró sólo media hora, pero dejó en mí el deseo de la costumbre y, desde entonces, volví todos los días que me fue posible y le fui haciendo partícipe de mis sueños, deseos, aventuras y desventuras, tanto reales como de papel.
Tuvo que ser en un atardecer con murmullo de acequia: siluetas azul oscuro recortándose en fondo rojo sobre el telón azul pálido del universo dispuesto a descubrirse. Yo estaba leyendo más sobre el viento que en las blancas páginas de mi libro, cuando se acercó aquella anciana y se apoyó en el ribazo de piedra, ribera del camino. Con aire fatigado miraba, entre suspiros, al árbol como a un viejo amigo y quise descubrir en sus mejillas el deslizarse de dos lágrimas que lanzaron su brillo hacia el ocaso del día.
       Allí estuvo la mujer durante un tiempo dilatado por el lento caminar de los segundos últimos del día, hasta que en el cielo todo fueron palideces. Entonces supuse que entre ella y el gigante de los mil brazos había una complicidad que me despertó la imaginación.
Era acostumbrado y puntual el paseo de la anciana por el camino  costero  de  la  acequia  vecina del lugar, así pues me limitaba cada día a esperar su llegada al atardecer y comencé a entretejer pequeñas observaciones que hilvanaron la madeja de una breve historia de soledad.
Este lugar, ahora colindante a las últimas casas del pueblo, estaba antaño más alejado de aquél y era utilizado por sus gentes como punto de reunión, para paseos, meriendas y fiestas campestres que aseguraba la existencia en sus cercanías, hace tiempo, de una fresca fuente natural que ahora, por mucho empeño que puse, no encontré vestigios de su situación. Y allí, al igual que en otros lugares del término municipal similares, se acercaban los grupos de jóvenes los domingos por la tarde para ver la puesta del sol en los ojos de la persona amada. A veces hasta llevaban alguna guitarra o algún acordeón y bailaban alegremente con los sones de moda bajo la atenta mirada de madres y carabinas. Y allí ella, la anciana de los paseos vespertinos, hice que en mi imaginación conociera el tesoro de un sentimiento y el valor relativo del tiempo: “¡Qué largas eran las horas sin él y qué cortas en su presencia!” Todo era felicidad en su edad de oro, la cual pensaba eterna. Y el viejo árbol guardó promesas en secreto, escondió caricias furtivas y besos, a veces robados y a veces ofrecidos, y cobijó la alegría y la defendió de la lluvia y del viento y del frío...
Pero el destino es un duende caprichoso al que le gusta tornar las cosas en lo que no son y quiso romper la paz sencilla de aquellas sencillas gentes con una guerra inútil que sólo trajo dolor, muerte y soledad. Y allí, arropados por los brazos de magnánimo amigo, ellos se despidieron, sin saber que era para siempre, y sellaron su amor con la unión de los dos cuerpos y lo plasmaron por escrito, un juramento de eternidad en unas burdas grafías de jóvenes poco instruidos que doblaron cuidadosamente en un papel, posiblemente ya amarillo, el cual guardaron en el mismo corazón del árbol, testigo mudo de sus ratos felices.
Quedé maravillado. Esta historia podía hacer llorar a moco de pavo a más de un carácter sensible y romántico, pero, la verdad, no me sentí muy orgulloso de ella. Así que la olvidé en el cajón de los papeles sin futuro.
La anciana murió una noche, dicen que como de puntillas, para no molestar a nadie, igual que había vivido, y la enterraron en la tarde, cuando el sol se ponía, a la misma hora de sus paseos.
Asistí a su entierro, sin motivo alguno, tal vez por simple curiosidad, y allí, entre rostros más resignados que compungidos, me enteré de su nombre y de su historia, de que nunca se había casado, pues una vez tuvo un amor a quien había dado palabra, y de quien recibió una hija, el cual le fue arrebatado por algún disparo, perdido o certero, nunca se sabe, producto de la estupidez colectiva de la guerra.
Como comprenderéis, mi asombro no tenía límites y un escalofrío recorrió mi espalda.
A la mañana siguiente, en contra de mis principios,  madrugué y me encaramé al tronco de aquel árbol que tanto me ocultaba. Y allí, como El barón rampante de Calvino, vi como mi fantasía se vestía de una sorprendente realidad. En un hueco del enorme tronco, justo donde las ramas brotaban del mismo cauce, hallé una pequeña cajita de metal y en su interior el juramento que creí producto de mi imaginación.
Quién no diría que fue el mismo árbol el narrador de la historia...
Al poco tiempo lo talaron. Yo estaba allí y fui espectador de su lenta y silenciosa caída y, entre un revuelo de aves desconcertadas, apareció ante mí el horizonte tantas veces deseado.
Y por primera vez en mi vida pude ver el vacío, pude ver la nada.

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