ÉRASE UNA VEZ: Los nueve billones de nombres de Dios, de Arthur Clark, por Melquíades Walker
La ciencia es un campo abonado para que
crezca en él las flores de la imaginación… Sin imaginación, se podría afirmar,
la ciencia no existiría, pues toda hipótesis se alimenta de ella y luego ya le
corresponde al científico encontrar los caminos de la razón y la lógica para
explicar lo inexplicable. Por lo tanto no puede extrañarnos que desde ese mundo
de fórmulas y milagros nos lleguen tal cantidad de narradores quienes
pretenden, con sus desvíos por los atajos de la fantasía, liberarse de lo
exacto para regodearse en lo imposible, aunque a veces… ¿Quién se lo iba a
decir a Julio Verne?...
Sin embargo solamente tenemos que darnos
un pequeño paseo por la literatura para descubrir que el binomio hombre de
ciencia-escritor es bastante frecuente, y no sólo me refiero al archiconocido caso
de Isaac Asimov, casi un semidiós de la ciencia ficción, sino a otros muchos
nombres bastante populares en los círculos facultativos quienes demostraron con
creces la máxima del filósofo humanista Montaigne de que “quien piensa bien,
escribe bien”, como, por ejemplo, Aldous Huxley, hijo de un célebre biólogo
evolutivo y hermano de un Premio Nobel de medicina, pero, al contrario de ellos,
Aldous abandonó sus estudios tras haber investigado concienzudamente sobre la
reeducación visual del doctor W.H. Bates a causa de padecer él mismo una visión
limitada, la cual pudo superar, para
dedicarse de lleno a la literatura comprometida con los aspectos sociales
buscando los secretos de “Un mundo
Feliz”, aunque también dedicase páginas inolvidables a la mística y a la
parasicología. O, siguiendo con médicos, tenemos el caso de Arthur Conan Doyle,
el padre intelectual del inolvidable Sherlock Holmes, quien no dudó en colgar
la bata blanca y el estetoscopio al descubrir que su sagaz investigador le
proporcionaba bastantes más beneficios. ¿Y qué decir del Premio Nóbel de
Medicina el español Don Santiago Ramón y Cajal?... Don Santiago todavía
encontró tiempo en su tan atareada vida profesional persiguiendo neuronas por
las materias grises para escribir, no sólo sobre divulgación de sus estudios,
sino también libros de cuentos y ensayos regeneracionistas y filosóficos. O el
caso de Santiago Grisolía, quien publico su novela “El enigma de los grecos” después de los ochenta años. U otro
Premio Nobel de Medicina, Severo Ochoa, quien con su prosa abundante y bien
delimitada escribía artículos sobre lo humano y lo divino además de sus libros
de ciencia… Y todo esto simplemente es para llegar al personaje que nos ocupa
hoy, Arthur Clark, el astrónomo que ya de pequeño dibujó un mapa de la Luna
gracias a su telescopio casero, especializándose en radares durante la Segunda
Guerra Mundial y desarrollando posteriormente lo que se llamaría la “órbita
Clarke” para satélites artificiales. Doctor en Matemáticas y Física por la
King’s College de Londres ejerció de Presidente de la Sociedad Interplanetaria
Británica durante varios años. En 1956 se marchó a Sri Lanka donde vivió hasta
su muerte.
El interés de Clark por la literatura le
llegó concluida la Segunda Guerra Mundial y con veintinueve años publicó su
primer cuento de ciencia ficción, “Partida
de rescate”. En 1968 apareció su novela “2001:
Una odisea espacial”, basada en un cuento anterior titulado “El centinela” y que no tardaría Stanley
Kubrick en llevar a la gran pantalla con el éxito que todos conocemos.
La mayor parte de su obra literaria gira
en torno a la ciencia, en un tono generalmente limpio de artificios donde la
idea central impera sobre el resto y nos encamina hacia un final sorprendente,
pero asegurándose de dejar claro que él creía en una ciencia del progreso, a
pesar de sus protestas sobre el empleo de la energía atómica para fines
bélicos, y en la existencia de otras culturas y especies extraterrestres que
consideraba superiores a nosotros.
El cuento elegido, “Los nueve billones de nombres de Dios”, (The Nine Billion Names of God), plantea el conflicto de siempre
entre la ciencia y la fe. El protagonista es un monje tibetano que pretende
enumerar los nombres de Dios, pues ellos creen que el Universo fue creado con
la finalidad de contener todos los nombres del Creador y que, una vez se haya
completado este nombramiento, el Universo llegará a su fin. Pero como esta
tarea les podría llevar miles de años, los monjes deciden aprovecharse de la
tecnología moderna para conseguirlo con mayor rapidez, por lo que se hacen con
los servicios de un ordenador…
Este relato fue escrito en 1953 y en 1970
fue considerado como uno de los mejores cuentos de ciencia ficción editado
hasta aquella fecha por la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de los
Estados Unidos, ganando el Premio Hugo a la mejor narración breve en 1954.
Los
nueve billones de nombres de Dios
Por
Arthur C. Clarke
-Esta es una petición un tanto
desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un
comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido
una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me
gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... ejem...
establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme
que intentan hacer con ella?
-Con mucho gusto- contestó el lama,
arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de
cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas-. Su
computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que
incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos
interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los
circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
-No acabo de comprender...
-Es un proyecto en el que hemos estado
trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el
lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche
con mentalidad abierta mientras se lo explico.
-Naturalmente.
-En realidad, es sencillísimo. Hemos
estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.
-¿Qué quiere decir?
-Tenemos motivos para creer- continuó el
lama, imperturbable- que todos esos nombres se pueden escribir con no más de
nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
-¿Y han estado haciendo esto durante tres
siglos?
-Sí; suponíamos que nos costaría alrededor
de quince mil años completar el trabajo?
-Oh- exclamó el doctor Wagner, con
expresión un tanto aturdida-. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una
de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de
segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella
alguna de enojo en la respuesta.
-Llámelo ritual, si quiere, pero es una
parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo
que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los
hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me
propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones
de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos
nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos
intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.
-Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han
continuado hasta ZZZZZZZ...
-Exactamente, aunque nosotros utilizamos
un alfabeto especial propio. Modificando los tipos electromagnéticos de las
letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más
interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas.
Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces consecutivas.
-¿Tres? Seguramente quiere usted decir
dos.
-Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía
demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro
lenguaje.
-Estoy seguro de ello- dijo Wagner, apresuradamente
- Siga.
-Por suerte, será cosa sencilla adaptar su
computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido
programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el
resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien
días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles
ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente,
un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas
alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia,
generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había
algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar
siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón?...
-No hay duda- replicó el doctor- de que
podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el
problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al
Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
-Nosotros nos encargaremos de eso. Los
componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es
uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar
a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.
-¿Y quieren contratar a dos de nuestros
ingenieros?
-Sí, para los tres meses que se supone ha
de durar el proyecto.
-No dudo de que nuestra sección de
personal les proporcionará las personas idóneas.- El doctor Wagner hizo una
anotación en la libreta que tenía sobre la mesa- hay otras dos cuestiones...
-Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de
papel.
-Esto es el saldo de mi cuenta del Banco
Asiático.
-Gracias. Parece ser... hum... adecuado.
La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla... pero es
sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de
energía eléctrica tiene ustedes?
-Un generador diesel que proporciona
cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años
y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero,
desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los
altavoces que emiten las plegarias.
-Desde luego - admitió el doctor Wagner-.
Debía haberlo imaginado.
La vista desde el parapeto era
vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres
meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del
abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de
un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento
y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se
había preocupado de averiguar.
“Aquello, -pensaba George,- era la cosa
más loca que le había ocurrido jamás.” El ‘Proyecto Shangri-La’, como alguien
lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark
V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en
todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la
siguiente. Cuando las hojas salían de las maquinas de escribir electrónicas,
los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes.
Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía
qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban
preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus
habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y
que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en
absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente
hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
-Escucha, George -dijo Chuck, con
urgencia-. He sabido algo que puede significar un disgusto.
-¿Qué sucede? ¿No funciona bien la
maquina? -ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que
podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él
ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del
cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra.
-No, no es nada de eso. -Chuck se instaló
en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo
el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.
-¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo
sabíamos.
-Cierto, sabíamos lo que los monjes están
intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca...
-Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.
-...pero el viejo me acaba de hablar con
claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues
bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele
estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo me
preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna
vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo... y entonces
me lo explicó.
-Sigue; voy captando.
-El caso es que ellos creen que cuando
hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve
billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado
aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde
luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
-¿Entonces que esperan que hagamos?
¿Suicidarnos?
-No hay ninguna necesidad de esto. Cuando
la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y...
¡Listos!
-Oh, ya comprendo. Cuando terminemos
nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo. Chuck dejo escapar una risita
nerviosa.
-Esto es exactamente lo que le dije a Sam.
¿Y sabes qué ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido
alguna estupidez en la clase, y dijo: "No se trata de nada tan trivial
como eso".
George estuvo pensando durante unos
momentos.
-Esto es lo que yo llamo una visión amplia
del asunto -dijo después-. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No
veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al
cabo, ya sabíamos que estaban locos.
-Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que
puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle -o no
ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea-, nos pueden culpar a nosotros del
fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me
gusta ni pizca.
-Comprendo - dijo George, lentamente-. Has
dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando
yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una
vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de
personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando
nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar.
Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus
cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.
-Bueno, pero esto no es Louisiana, por si
aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a
centenares aquí. Yo les tengo aprecio; y sentiré pena por el viejo Sam cuando
vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.
-Esto lo he estado deseando yo durante
semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y
lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que - dijo Chuck,
pensativamente - siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.
-Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las
cosas.
-Lo que yo he querido decir, no. Míralo
así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la
máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El
transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos
hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión;
algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde
luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar
en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para
entonces ya no nos podrán coger.
-No me gusta la idea -dijo George-. Sería
la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No,
me quedare y aceptare lo que venga.
-Sigue sin gustarme -dijo, siete días más
tarde, mientras los pequeños pero resistentes burritos de montaña les llevaban
hacia abajo por la serpenteante carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo
miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar
junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto cómo
se lo va a tomar Sam.
-Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando
le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y
que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que
el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él,
ya no hay ningún después... George se volvió en la silla y miró hacia atrás,
sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con
claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se
recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que
resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces
eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto
tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes
la computadora, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a
quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en
lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían
sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel
mientras los monjes principiantes las sacaban de las maquinas de escribir y las
pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería
el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por
sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por
segundo. “Tres meses así, -pensó George,- eran ya como para subirse por las
paredes.”
-¡Allí esta! -gritó Chuck, señalando abajo
hacia el valle-. ¿Verdad que es hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El
viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de
plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la
sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el
pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito avanzaba pacientemente
pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
-Estaremos allí dentro de una hora -dijo,
volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió-: Me pregunto
si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contesto, así que George se
volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco
vuelto hacia el cielo.
-Mira - susurro Chuck; George alzó la
vista hacia el espacio.- Siempre hay una última vez para todo.
Arriba, sin ninguna conmoción, las
estrellas se estaban apagando.
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