MIS AMIGOS LOS LIBROS: El maestro del prado, de Javier Sierra, por Ancrugon
Javier, un joven estudiante de periodismo
en la Universidad Complutense de Madrid, allá por 1990, gustaba de perderse por
las galerías repletas de arte del Museo del Prado sin más pretensiones que el
goce del placer estético, sin embargo, un encuentro inesperado frente a Las
Sagradas Familias (La Perla) de Rafael de
Sanzio, uno de los mejores surgido de sus manos y su talento, con un hombre extraño
poseedor de una gran cultura y un profundo conocimiento de los entresijos de la
historia y la pintura, darán un giro imprevisto a su tranquila vida estudiantil
introduciéndose, sin casi darse cuenta, en el arcano mundo del esoterismo lleno
de misterios, intrigas e, incluso, peligros…
Atraído por lo que este personaje le va
contando, Javier va interesándose por todos los misterios que pudieran esconderse
en otras pinturas, como la Visitación, La Escuela de Atenas, Retrato de un
cardenal, etcétera, quedando con este hombre para verse en días sucesivos, lo
que, además de una gran cantidad de información y un creciente interés por lo
misterioso y lo oculto, le traerá además algún inquietante problema…
¿Son esas pinturas meros objetos
decorativos o representativos de algún hecho o esconden en ellas mismas fuerzas
recónditas capaces de abrir puertas a otros mundos u otros tiempos?... Realmente,
siguiendo el devenir de esta narración nuestra percepción del arte va cambiando
página a página y se nos aparece un horizonte inesperado abundante en
incógnitas y huérfano en respuestas, porque el autor tampoco las tiene, sino
que simplemente nos deja a nuestra imaginación o a nuestro hambre de
conocimientos, el camino expedito para intentar encontrarlas.
De la mano de Fovel, el maestro
misterioso, Javier realizará un viaje iniciático por las salas del Museo
durante el cual se le irán desentrañando una gran cantidad de enigmas
agazapados entre las pinturas renacentistas de autores tan míticos como Rafael,
Leonardo da Vinci, Tiziano, Bosco, Brueghel, Juan de Juanes o El Greco, hombres
que vivieron en unas épocas convulsas donde la corrupción del modelo cristiano
de vida y sociedad estaba al filo mismo del derrumbe y del ocaso. Eran tiempos
de profecías catastróficas y la llegada
del fin del mundo parecía inminente, algo que, sobre todo, preocupaba bastante
a las altas jerarquías del momento: reyes, nobles, clérigos o pontífices,
quienes se agazapaban tras la represiva Inquisición cuya misión era la de
castigar con severidad cualquier pequeño desvío de la ortodoxia imperante que
pudiese agrietar en algo los intereses o privilegios de sus señores. Por lo que
aquellos genios de la pintura no tuvieron más remedio que utilizar engaños y
artimañas para confundir lo mejor posible a la censura institucional y, al
mismo tiempo, cumplir con los encargos de sus mecenas, creando verdaderas
puertas al mundo espiritual, las cuales eran utilizadas incluso por los
monarcas más acérrimos defensores del catolicismos, como ocurrió con Carlos V y
La Gloria de Tiziano ante la cual el emperador oraba en su retiro del
monasterio de Yuste buscando el ascenso rápido de su espíritu al cielo. Y así irán
pasando ante lienzos tan conocidos como La Última Cena de Juan de Juanes, El
Jardín de la Delicias del Bosco, el tenebroso y desconcertante Triunfo de la
Muerte de Brueghel el Viejo o El Sueño de Felipe II del Greco, y lo curioso es
que todas estas pinturas proféticas están relacionas con documentos o libros,
como el Apocalypsis Nova, de autores antiguos quienes decían predecir el futuro
y los cuales se conservan en la Biblioteca del Monasterio del Escorial donde
Javier viaja varias veces en busca de respuestas y donde sólo encontrará más
desconcertantes enigmas.
Un sinfín de preguntas surgen entonces en
la mente de Javier, preguntas que son trasladadas a nosotros mismos y ante las
cuales es más sencillo ser escéptico, pero que nos van corroyendo por dentro
hasta hacerse sus huecos entre las dudas. Cuadros que nos muestran a Jesús
jugando con su “hermano gemelo”…, o las luchas encarnizadas por lograr la tiara
papal a causa de las predicciones del “Apocalypsis Nova”…, o la corporeidad de
los ángeles…, o la tantas veces prevista llegada del fin del mundo…, o la
existencia del verdadero “Grial”…, o la filosofía de vida de los Hermanos del
Espíritu Libre… , o la aparición de los “rosacruces”… Todo esto podemos creerlo
o no, nos puede interesar más o menos, pero lo que es indudable es que “El
Maestro del Prado” es un libro bien documentado artística e históricamente,
donde nada se ha dejado pendiente del frágil hilo de la incertidumbre y en el
que su autor, Javier Sierra, no intenta convencernos ni adoctrinarnos, sino que
simplemente nos va exponiendo las relaciones entre los lienzos y su momento
histórico tal como fueron ocurriendo o como fueron contadas.
La trama se va desarrollando con la
lentitud propia de una clase de historia del arte, pero el argumento se
complica por momentos con la aparición de otros personajes y la intriga
asciende hasta un memento cumbre quedándose truncada inesperadamente,
dejándonos a los lectores con todas las preguntas sin resolver, tal vez porque
no haya respuestas…
EL AUTOR
Javier Sierra nació en Teruel el 11 de
agosto de 1971. Desde pequeño se sintió atraído por todo lo referente a la
comunicación, tanto radio, prensa escrita o televisión, licenciándose en
periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en revistas
como Año Cero, de la que fue uno de los fundadores, o Más allá de la Ciencia,
de la que es consejero editorial en la actualidad, o en programas radiofónicos
como Milenio 3 o La Rosa de los Vientos, o televisivos como Cuarto Milenio,
Otra Dimensión o Crónicas Marcianas, entre otros. Así mismo siente un gran
interés por la investigación de enigmas del pasado embarcándose en proyectos
ingentes junto a otros expertos como Graham Hancock y Robert Bauval en busca de
la supuesta edad de oro de la humanidad. Como novelista ha sido el primer
escritor español cuyos títulos aparecieron en el Top Ten de los más vendidos en
Estados Unidos, traduciéndose sus libros a más de cuarenta lenguas, siendo sus
títulos más conocidos La Dama Azul, La Cena Secreta y El Ángel Perdido.
EL MAESTRO DEL PRADO
(Inicio)
Este
relato comienza con los primeros fríos de diciembre de 1990. He dudado mucho,
muchísimo, sobre la conveniencia de publicarlo, sobre todo porque se trata de
una aventura de fuertes connotaciones personales. Es, en definitiva, la pequeña
historia de cómo un aprendiz de escritor fue enseñado a mirar un cuadro
Como
sucede con todas las grandes peripecias humanas, la mía también arranca en un
momento de crisis. En aquel inicio de década, yo era un joven de provincias de
diecinueve años recién llegado a Madrid que soñaba con abrirse camino en una
ciudad llena de posibilidades. Todo parecía bullir a mi alrededor y tenía la
impresión de que el futuro de nuestra generación comenzaba a dibujarse más
rápido de lo que éramos capaces de percibir. Los preparativos para las
olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla, la construcción
del primer tren de alta velocidad, la aparición de tres nuevos periódicos
nacionales o la llegada de la televisión privada eran la parte más visible de
ese hervidero. Y aunque estaba seguro de que alguna de esas transformaciones
exteriores iba a terminar afectándome, nada de aquello resultó importante para
mí. Iluso, creía que la posibilidad de ganarme un hueco en el mundo de la
comunicación —con el que flirteaba desde que era un niño— estaba a las puertas.
De hecho, desde que me instalen la capital hice lo imposible por visitar
emisoras de radio, platós, ruedas de prensa, presentaciones de libros y
redacciones de medios, tanto para conocer a los periodistas que admiraba como
para hacerme a la idea de lo que iba a ser mi profesión.
Pero
aquel Madrid pronto se convirtió en un lugar de alto voltaje. Por un lado, mi
instinto me empujaba a estar en sus calles, bebiéndome la vida. Por otro, tenía
la responsabilidad de superar mi segundo año de universidad con la mejor nota
posible y mantener la beca que me había llevado hasta allí. ¿Cómo iba a
compatibilizar dos pulsiones tan dispares? Cada vez que levantaba los ojos de
los apuntes, el tiempo se me escapaba de las manos. ¡Veinticuatro horas por día
no me daban de sí! Pero quiero ser justo. La culpa de esa hemorragia horaria la
tenían otras dos curiosas circunstancias: por un lado, un trabajo a tiempo
parcial, primerizo, que un buen amigo me había conseguido en una revista
mensual de divulgación científica que entonces estaba poniéndose en marcha; y
por otro, mi pasión por perderme en las salas del Museo Nacional del Prado. Fue
en ese último escenario donde se forjaron los acontecimientos que me propongo
relatar. Quizá todo ocurrió porque sus galerías me ofrecieron lo que entonces
más necesitaba: serenidad. El Prado —majestuoso, sobrio, eterno, ajeno a los
trajines cotidianos— enseguida se me antojó un lugar rico en historia, cálido,
a menudo lleno de gente que se presuponía culta y en el que podía pasar horas
sin llamar la atención por ser de fuera. Además, era gratis. Quizá la única
gran atracción de Madrid en la que no se pagaba por entrar. En aquel entonces
bastaba con presentarse en sus taquillas con un documento de identidad español
para acceder a sus tesoros.
Hoy,
visto con la perspectiva que dan los años, creo que mi fascinación por el Prado
se debió en gran parte a que sus cuadros eran lo único familiar de mi nueva
ciudad. Sus fondos me habían impactado tiempo atrás, cuando los descubrí cogido
de la mano de mi madre a primeros de los ochenta. Yo fui, claro, un niño con
una imaginación desbordante, y aquella secuencia infinita de imágenes me
electrizó desde la primera vez. De hecho, todavía recuerdo lo que sentí en
aquella temprana visita. Los trazos maestros de Velázquez, Goya, Rubens o
Tiziano —por citar sólo los que conocía por mis libros del colegio— hervían
ante mi retina convirtiéndose en fragmentos de Historia viva. Mirarlos fue
asomarse a escenas de un pasado remoto petrificadas como por arte de magia. Por
alguna razón, esa visión de niño me hizo entender las pinturas como una suerte
de supermáquina capaz de proyectarme a tiempos, lances y mundos olvidados que,
años más tarde, iba a tener la fortuna de comprender gracias a los libros de
viejo que compraría en las cercanas casetas de la Cuesta de Moyano.
Sin
embargo, lo que jamás, nunca, pude imaginar fue que en una de aquellas tardes
grises del final del otoño de 1990 iba a sucederme algo que excedería con
creces ensoñaciones tan tempranas. Lo recuerdo a la perfección.
El
incidente que dio comienzo a todo tuvo lugar en la sala A del museo. Me
encontraba absorto frente a la gran pared de la que cuelgan las Sagradas
Familias del maestro Rafael —inclinado hacia esa que Felipe IV llamó La
Perlapor considerarla la joya de su colección—, cuando un hombre que parecía
recién caído de un lienzo de Goya se situó a mi lado. Se había detenido a
contemplar el mismo cuadro que yo. De hecho, su actitud no hubiera llamado mi
atención de no ser porque en ese momento ambos éramos las únicas almas en la
galería, teníamos más de treinta grandes obras maestras a nuestro alcance y,
sin embargo, por alguna razón, los dos nos habíamos encaprichado de la misma.
Nos pasamos media hora contemplándola en silencio. Al cabo de ese rato,
extrañado de que apenas se moviera, empecé a vigilarlo con curiosidad. Al
principio registré cada uno de sus gestos, sus escasos parpadeos, sus
resoplidos, como si esperara que de un momento a otro fuera a arrancar el
cuadro de la pared y darse a la fuga. No lo hizo. Pero después, incapaz de
deducir qué era lo que aquel tipo estaba buscando en La Perla, comencé a dar
vueltas a ideas cada vez más absurdas. ¿Quería gastarme una broma? ¿Quedarse
conmigo? ¿Presumir de erudición? ¿Asustarme? ¿Robarme? ¿O acaso estaba
compitiendo en una especie de tour de forcé absurdo para ver quién de los dos
aguantaba más frente al cuadro?
Casi
huelga decir que mi compañero de sala no llevaba guía alguna en la mano.
Tampoco el libro de moda por entonces, Tres horas en el Museo del Prado, de
Eugenio d’Ors; ni parecía interesado en la cartela que explicaba la historia de
aquel Rafael, ni cambiaba de posición para evitar, como yo, el molesto reflejo
de los focos sobre la tabla.
El
hombre en cuestión debía de rondar los sesenta. Era enjuto, sobrado de cabello
pero entrado en canas; zapatos brillantes, bien vestido, con un elegante abrigo
negro de tres cuartos y pañuelo al cuello, sin lentes, un grueso anillo de oro
en el anular izquierdo, y dotado de una de esas miradas severas, oscuras, que a
veces, pese al tiempo transcurrido, todavía creo sentir en mi espalda cuando
regreso a esa sala. Lo cierto es que, cuanto más lo espiaba, más me atraía.
Tenía algo. Un no sé qué magnético que era incapaz de definir, pero que estaba
relacionado, de algún modo, con su capacidad de concentración. Supuse que era
francés. Su rostro anguloso y rasurado le confería un tono docto, de elegante
sabio parisino, que disipaba cualquier temor que yo pudiera albergar hacia un
perfecto desconocido. Y la imaginación, claro, se disparó. Quise creer que
quizá estaba junto a un profesor de instituto jubilado. Viudo, con todo el
tiempo del mundo para dedicárselo a la pintura. Un entusiasta de los museos de
Europa. Debía de jugar, por tanto, en una división muy diferente a la mía.
Porque yo, como he dicho, sólo era un estudiante curioso. Uno con la cabeza
llena de pájaros, amante de los libros de misterio, del periodismo y de la
Historia, que debía regresar a su residencia universitaria antes de la hora de
cenar. Fue entonces, justo cuando estaba a punto de dejarle La Perla para él
solo, cuando bajó de su nube y habló.
—¿Conoces
esa frase que dice que el buen maestro llega sólo cuando el discípulo está
preparado?
El
tipo soltó aquello con un hilo de voz, como si temiera que alguien más pudiera
escucharle. Casi me extrañó oírle pronunciar su sentencia en un castellano
impecable.
—¿Es
a mí?
Asintió.
—Claro
que es a ti, hijo. ¿A quién si no? Dime —insistió—, ¿la conoces?
De
aquel modo tan simple nació una relación —nunca me he atrevido a llamarla
amistad— que se prolongaría durante unas pocas semanas. Lo que estaba por
venir, y que me propongo referir con todo detalle, me estimuló para acudir
tarde tras tarde, durante los últimos días del año y los primeros del
siguiente, al museo.
Han
pasado dos décadas largas desde mi encuentro con el hombre del abrigo negro y
todavía ignoro si lo que aprendí de él, intramuros del Prado, a resguardo de
los rigores del clima madrileño y lejos de mis preocupaciones mundanas, lo
imaginé o me lo enseñó de veras. Nunca estuve seguro de su nombre auténtico, ni
de su dirección, y mucho menos de su oficio. Jamás me dio una tarjeta de visita
o su número de teléfono. Entonces yo era mucho más confiado que ahora. Bastó su
invitación a mostrarme los arcanos ocultos de aquellas galerías —«si quieres,
si tienes tiempo»— para que me dejara llevar por sus conversaciones y atendiera
con un entusiasmo creciente las citas a las que me fue convocando.
Terminé
llamándole el Maestro.
En
veintidós años jamás he hablado en público de lo ocurrido. Nunca encontré la
motivación suficiente para hacerlo. Sobre todo después de que un día, de
repente, ese hombre dejara de esperarme en el Prado. Simplemente se esfumó. Su
ausencia —brusca, absoluta, incomprensible— ha ido haciéndose más insoportable
con el tiempo. Y aunque no consolidé ningún lazo especial con él, de algún modo
se convirtió en una suerte de padrino secreto para mí, un aliado en mis
primeros momentos en la gran ciudad. La encarnación de un enigma. Mi enigma.
Quizá por eso, por nostalgia, por cómo aprendí a ver —no sólo a contemplar—
algunos cuadros del museo a su lado, sea ahora el momento de contar cómo fui
iniciado en ciertos arcanos del arte. Quiero creer que no he sido el único en
pasar por una experiencia así y que, tras la publicación de estas páginas,
aparecerán otros que también fueron iluminados por este u otros maestros
evanescentes.
Pero
antes de proseguir, vaya por delante una advertencia: no crea el lector que lo
que viví en mi primera juventud ha suspendido de algún modo mi sentido crítico
hacia lo que recibí en aquellas citas. Al contrario. Al trasladar a letra
impresa las enseñanzas de este maestro, no pocas se me antojan extrañas, casi
sacadas de un sueño. Sin embargo, después de revisarlas he comprendido que
bastantes han ido empapando con discreción, en pequeñas dosis, algunas de mis
mejores novelas. El eco de sus comentarios atraviesa novelas como La dama azul,
Las puertas templarias o La cena secreta hasta extremos que el lector más
atento percibirá de inmediato.
Es
de justicia, entonces, que a ese oportuno visitante del Prado y a los de su
estirpe, a esos maestros y a esos libros que siempre llegan cuando estamos
preparados para comprenderlos, dedique esta obra con gratitud, esperanza de
reencuentro y afecto.
1
—
El
maestro del Prado
Comenzaré,
pues, por el principio: Érase una vez la duda.
¿Y
si aquel tipo fue un fantasma?
Los
que me conocen saben de mi inclinación a atender a historias en las que lo
sobrenatural termina decantando la balanza del relato. He escrito mucho sobre
ellas y creo que seguiré haciéndolo. Pese a que en Occidente vivamos en una
sociedad cada vez más materialista que desprecia lo trascendente, no creo que
haya nada de lo que avergonzarse: Poe o Dickens, Bécquer, Cunqueiro o
Valle-Inclán también se dejaron arrastrar por la fascinación que ejerce lo que
se ignora. Todos escribieron sobre almas en pena, sobre aparecidos y sobre el
más allá con la vaga esperanza de explicarse el sentido del más acá. En mi
caso, según he ido madurando, he descartado muchas de esas historias y me he
quedado apenas con aquellas protagonizadas por personajes que determinaron el devenir
de nuestra civilización.
Contemplado
desde esa perspectiva, lo inefable deja de ser anecdótico para convertirse en
fundamental. Por eso nunca he escondido mi interés por los encuentros entre
grandes figuras de nuestro pasado y esos «visitantes» surgidos de ninguna
parte. Ángeles, espíritus, guías, daimones, genios o tulpas... Qué más da cómo
los llamemos. En realidad se trata de etiquetas que enmascaran una ignorancia
absoluta sobre ese «otro lado» del que nos hablan todas las culturas. Algún día
—lo prometo— escribiré sobre lo que vivió George Washington cuando confesó
haberse tropezado con uno de «ellos» durante su campaña militar contra los
ingleses, en el valle de Forge, en Pensilvania, en el invierno de 1777, que
desembocó en la independencia de Estados Unidos. O sobre el papa Pío XII, que
no pocos sostienen habló con un ángel de otro mundo en los jardines privados de
la Santa Sede. Son episodios cuya presencia puede rastrearse hasta los orígenes
mismos de la cultura escrita y que a menudo nos traen advertencias para el
futuro. Tácito es un buen ejemplo de ello. En el siglo I, este notable político
e historiador romano refirió el tropezón que tuvo el ahijado y asesino de Julio
César, Bruto, con uno de estos intrusos. Un fantasma le pronosticó su derrota
final en Filipos, Macedonia, y su profecía lo sumió en tal desesperación que
prefirió arrojarse sobre su espada antes que afrontar su destino. En casi todos
estos casos, el visitante fue alguien de aspecto humano que sin embargo
irradiaba algo invisible y poderoso que lo hacía diferente a nosotros. Justo
como esos mensajeros sobre los que he escrito en El ángel perdido. ¿Quién o qué
fue, entonces, el inesperado maestro que encontré —o mejor, que me encontró— en
el Prado? ¿Acaso uno de «ellos»?
No estoy
seguro. Mi fantasma era de carne y hueso. De eso no albergo dudas. Y tampoco de
que, tras pronunciar aquel proverbio sufí —«El buen maestro llega sólo cuando
el discípulo está preparado»—, me tendió la mano, la estreché y se presentó
dándome su nombre y apellido.
—Soy
el doctor Luis Fovel —dijo sosteniendo la mía con firmeza, como si no quisiera
soltarla. «Origen francés», deduje. Su tono de voz era grave. Hablaba con
contundencia pero respetando a la vez el silencio del lugar en el que nos
encontrábamos.
(…)
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