REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Catalizadores inutilizados, por Vicent M.B.
El otro día, subiendo un repecho en la
autovía, noté que el coche se me ahogaba. Enfilé la cuesta a 130 y cuando la
coroné, menos de un kilómetro después, le venía justo pasar de 80. El
diagnóstico del taller fue claro: hay que cambiar el catalizador del tubo de
escape, que está hecho tabaco, recambio original por mil euros y de marca
Hacendado por 500. Tengo que reconocer que me sorprendió, quizás por lo
inesperado, y así lo comenté en el bar cuando el mecánico me alargó con su
coche a mi pueblo.
- Es la primera vez que a este coche le
pasa algo así.
- ¿Cuántos años tiene?
- Pocos.
- Coño, ¿no sabes cuántos años tiene tu
coche?
- Pues a ver, espera... ¡Joder!
El problema no es que mi coche tenga siete
años y medio. El problema tampoco es que se haya averiado a los siete años y
medio: me compré un coche italiano muy bonito y bastante ha aguantado sin una
queja hasta hoy, más aún teniendo en cuenta que al cabo de esos siete años y
medio se acerca peligrosamente a los 200.000 kilómetros.
El problema es que ese coche me lo compré
cuando me dieron una beca de investigación y me marché a empezar mi tesis
doctoral. Y, sustituyendo lo que proceda, eso me da que ya hace siete años y
medio de aquellos días.
Supongo que si me ha acabado de apuntillar
es porque llevo unos días algo mohíno. Hará una semana tuve que bucear profundo,
hasta hace más de cinco años, buscando un correo que me crucé con un amigo
licenciado en estadística. Necesitaba explicarle un par de conceptos a un
alumno de clases particulares y caí en la cuenta de que, años ha, había usado
las mismas ecuaciones para intentar poner algo de orden en unos datos
experimentales que prometían bien poco. Para no volver a darle por culo al
experto con las mismas tonterías, busqué el correo en el que me explicó cómo
utilizar la técnica en cuestión y, así, di con los correos que nos cruzábamos
en aquellas fechas gloriosas para organizar los fines de semana de encuentros.
Él vivía en Madrid y el resto de los secuaces estábamos en una diáspora de
posgrado o laboral que cubría prácticamente la península entera, con lo que quedar
era complicado. Pero las veces que lo conseguíamos merecían la pena. Y la que
se estaba cociendo en aquel correo que encontré ("Entra por Alberto Alcocer hasta Plaza Cuzco, cruza la Castellana
y sigue recto...") ha quedado para la posteridad como "la gorda de Madrid".
Si me paro a pensar en las veces en las
que realmente he sentido que la cosa se me escapaba de las manos, aquel fin de
semana tampoco es para tanto. No hubo gente al filo de la sobredosis (en
ninguno de los bordes del filo, de hecho) ni hubo apenas sexo, y el que hubo no
tuvo más mordiente que el hecho de que los dos aspirantes a policía, hombre y
mujer, que acabaron fornicando lo hicieron en una cama contigua a la que,
intentando dormir, ocupaba otro de los alistados en la juerga. Nadie apareció
en casa al mediodía, no escalamos ninguna estatua para hacernos fotos con algún
conquistador del Perú, no estuvimos ni tan solo cerca de partirnos la cara con
alguien. Fue solo juerga, risas, y un estado de embriaguez ininterrumpido desde
que compré una litrona justo antes de la M-30 hasta que, conducido por un
compañero de trabajo de Alcorcón que casualmente había ido a ver a la familia,
llegué de nuevo a la que entonces era mi ciudad. Y para la historia quedó el
momento en el que, a uno de los asistentes, sus compañeros de hospital que le
habían acompañado a un congreso le preguntaron quién cojones eran esos amigos
con los que les había obligado a salir de fiesta.
-Mira, los que aplauden desde el suelo son
un proyecto de doctor en astrofísica y un primer espada de la sección de
Economía de El País. El que aplaude subido a un contenedor es el que se encarga
de hacer las estadísticas sobre cáncer que ves cada seis meses en el
Telediario. Y el aplaudido, el que baja rodando de lado cuesta abajo, es un
broker del BBVA.
El broker ha cambiado de trabajo, de
peinado dos veces y de novia tres, pero todavía nos referimos a él como
Mister-Croqueta-en-Malasaña. La suerte que tuvimos fue que justo entonces
empezaba con una maestra de educación infantil que tenía dios sabe qué
compromiso aquel sábado y le dejó venirse. Nunca más le dejó. Y las que
vinieron detrás tampoco, con lo cual cabe pensar que algo de culpa tiene. Pero
el loro que robó en un antro rockero sobrevive. El resto de los presentes están
casados por la iglesia, por lo civil o por la hipoteca o, en el mejor de los
casos, ya divorciados. Y el del hospital, embarazado. El otro día me llamó con
prisas:
-Oye, vamos a liar una gorda antes de que
la señora se me ponga de seis meses, que luego no sé lo que voy a tardar en
poder salir otra vez.
Por contextualizar: Arnau, el mozo en
cuestión, aun estando ya casado con la mujer que ahora espera su hijo, tenía
una copia de la llave de mi piso de doctorando. Vivía a cuatro horas de coche,
pero un par de veces que le surgió la ocasión se plantó allí y yo estaba fuera
de congreso, estancia o vacaciones. Así que a fuerza de ponerse en contacto con
alguien de mi trabajo para que le dejaran una copia de la llave de mi casa se
hizo amiguete suyo y acabó haciéndose sus propias llaves y bajando cada vez que
le salía de la punta del nabo. Ahora, claro, está atosigado porque ve que se
acaba lo que se vino dando.
¿Y cómo estamos el resto? Pues parecido.
Amojamados, aburguesados, asentados. Aburridos. Yo mismo ya soy capaz de correr
13 kilómetros en una hora, y eso sin dejar de fumar. A veces me despierto por
la mañana intranquilo porque he soñado con alguna señorita de las que pasó por
mi cama cuando aquella era un sitio divertido. A veces, también, salgo con
gente más joven. El año pasado, por ejemplo, volví a perder la salud con un
compañero de banda de rock que había dejado a su novia al poco de cumplir 25
años y juró que iba a recuperar el tiempo perdido. Por suerte ya han hecho las
paces. Saliendo con él de fiesta hubo dos meses seguidos en los que vomité tres
veces. En los últimos cuatro años solo me ha pasado en otra ocasión, quede para
los registros.
La pregunta que me asalta, claro, es
simple: hasta qué punto me he dejado llevar hasta esta situación? Qué ha habido
de voluntad propia y qué de inercia en el proceso que me ha llevado hasta los
sábados de pizza, peli y copazo en el sofá? No sabría decirlo. Tal vez haya
ayudado el hecho de haber vuelto cerca de casa y verme más a menudo en el
pueblo. En el ambiente en el que me movía antes no era extraño juntarse para
salir al cine, de cañas o de copas, con gente que ya no iba a cumplir los
cuarenta años. Maduritos, solteros y, a la vez, gente divertida, apasionante y
con un vida plena. Al volver a moverme por círculos más cerrados y, por qué no
reconocerlo, más inamovibles, me encontré con que esas dinámicas eran más
infrecuentes. Dicho de otro modo: el que no va asentándose puede llegar a
sentirse desubicado. En ocasiones he visto cómo esa situación ha llevado a
algún treintañero a hacer las maletas y largarse a Barcelona, Londres o Berlín.
Eso, los echaos p'alante. Los
menos audaces se han amoldado mejor o peor, y los directamente pusilánimes se
han lanzado a una carrera ignominiosa por arrejuntarse que recuerda a las señoritas
que, en las películas de los años 60, competían lastimosamente por encontrar
casamentero.
Todo esto, no me engaño, se veía venir. Ya
somos mercado objetivo de la multinacional de la nostalgia. Nuestros juegos
infantiles, los programas que de niños veíamos a media tarde en la tele con el
bocata de Nocilla, o aquella inenarrable estética de chándal y pantalón de pana
con rodilleras ya se explota comercialmente. A algunos les invade la
melancolía. Y a ella se puede llegar por muchos caminos, pero el que encuentro
más sangrante es el que, como definió Ortega, lleva a la melancolía como
resultado de un esfuerzo inútil. El empeño infructuoso, en este caso, podría
ser seguramente la búsqueda de una felicidad perdida, de una magdalena
infantil, de un trineo de niño.
Yo, en un ejercicio prosaico, me cago
mayormente en toda esa parafernalia. Reconozco a mi alrededor la añoranza de
los 80 en quien no tiene nada mejor con que consolarse. Pero yo, pasado el
cuarto de siglo, tuve mi tiempo y mi lugar para vivir intensamente. He pagado
mi peaje por ello: una vida laboral pírrica, una sobre-cualificación e hiper-especialización
profesional ridícula en los tiempos que corren. Todo valió la pena, con creces.
Tanto que ahora lo echo de menos y me recreo en batallitas pasadas con amigos
casados después de comer, entre pacharán y gin-tonic mientras hacemos la
digestión de algún arroz de pescado.
Tal vez por eso me asalte la melancolía. O
tal vez porque el inverno se presta a ello. A poco que coja carrerilla, me
plantaré ya en primavera, cuando la vida comienza de nuevo, e intentaré
reencontrarme con viejas sensaciones, quedando con los amigos, amancebados o
no. A la vieja usanza, llamando por teléfono cuando ya esté en la carretera.
Porque para entonces ya tendré el coche arreglado. Aunque tenga casi ocho años.
Y aunque hayan pasado casi ocho años desde que me lo compré.
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