TEMAS E IDEAS: Coincidencias, por Ancrugon

Al apearme del tren fui absorbido por una multitud caótica moviéndose en todas direcciones, como en un remolino de aguas turbias tras la avenida de una riada: por aquí un empujón, por allá alguien que tropezaba y yo aferrando mi maletín con fuerza y atención procurando que nada ni nadie me lo arrebatara. Por ello fui incapaz de darme cuenta, en contra de mi normal inclinación, de la presencia de una bonita y joven mujer quien, absurdamente inmóvil en un lugar donde reinaba la total actividad, buscaba con la mirada más allá del maremágnum. Sin poder evitarlo, tropecé con ella y me apresté a disculparme, sin embargo mis torpes palabras se perdieron en el azul de sus ojos que me miraron de forma neutra y ausente. Sin decir nada, reanudó su camino delante de mí, con la más gélida indiferencia, hasta perderse entre el gentío que iba y venía en un frenético deambular.
Salí de la estación a una calle bastante ancha, ruidosa y repleta de tráfico. En las cimas de los altos edificios brillaba todavía el sol y los comercios de las plantas bajas semejaban hormigueros entre los que yo me sentí, de pronto, aprisionado. A las once y cuarto, eso indicaba un reloj anuncio suspendido en el aire casi sólido del recinto, estaba comprándome algo de comida en un centro comercial, no me tentaba nada la idea de entrar en algún restaurante tras haber pasado las últimas cuatro horas metido en un vagón. Entonces la volví a ver.
Esquivó a una graciosa chica con patines y minifalda y luego caminó por un repleto pasillo entre sugerentes escaparates. La seguí a distancia. Salió al aparcamiento, dudó un breve instante y volvió a entrar casi sin dar tiempo a que las puertas se cerraran. De nuevo tropezamos, aunque esta vez el azar tuvo poco que ver. Su mirada de sorpresa fue como una descarga de energía para mi cuerpo cansado, tal vez me recordara. Aprovechando tal circunstancia, mi mejor sonrisa asomó decidida, aunque ella, tras disculparse, aceleró un poco la marcha y subió por la escalera eléctrica mientras yo quedaba enraizado en el mismo lugar, siguiéndola con los ojos hasta perderla de vista.
Marché con mi compra y me dirigí a un parque cercano donde tenía la sana intención de dar buena cuenta de todo lo comestible que había adquirido. Hacía calor, pero la sombra de los árboles era fresca y el murmullo de las hojas, danzando al viento, me sumió en un agradable sopor que hizo desfallecer todos mis músculos y mi voluntad. Creo que me dormí pues vi su rostro, nítido, casi familiar, sonriéndome y, si ello no hubiera sido ya suficiente prueba de estar soñando, comprobé, al volver en mí, mi total inmersión en un mar de inquietas palomas que se me habían adelantado con impecable diligencia en lo concerniente a mi comida.
Determiné dirigirme hacia la pensión que había concertado hace días desde mi hogar y lo hice sin prisa, dejándome llevar por mis pasos sobre unas calles que nunca jamás antes había pisado, pero que, con increíble certera puntería, me condujeron hasta el lugar exacto.
Ocupaba ésta por entero un viejo edificio con el número 8, el número infinito, la vida, a veces te juega estas bromas, de una vieja y estrecha callejuela con olor a vino y a tapas de taberna, con rumor a conversación desenfadada y acogedora y con música rancia de jazz añejo. La puerta principal estaba abierta. Entré pues sin llamar y lo primero en recibirme fue el agradable olor a limpio mezclado con los últimos, seguramente, efluvios del comedor o de la cocina prometedoramente casera. Presioné la campanilla dorada que se exhibía sobre un pequeño mostrador atrincherado bajo el hueco de una escalera y, a los pocos segundos, vino a recibirme la anfitriona más amable y acogedora envuelta en su inmensa humanidad de matrona antigua que hubiera podido desear. Mujer rubia de pelo recogido en graciosa coleta y con esa dudosa edad que hace constantes equilibrios entre el deseo y la depresión, la cual, tras las pertinentes formalidades, me entregó la llave de mi dormitorio.
Ascendí por unas estrechas, profusamente decoradas y alegres escaleras hasta la puerta número doce del segundo piso. La habitación era pequeña, pero limpia, reconfortante y con una florida ventana que se abría a un bullicioso patio vecinal donde una bandada de niños gorjeaban entre carreras constantes. Me asomé a la luz de la tarde y allí estaba, como una aparición irreal, quieta, como la primera vez, con la mirada perdida sobre las carreras, las risas, los juegos, las voces infantiles. Durante unos segundos levantó la cabeza y nos observamos sin un solo pestañeo, luego desapareció. Algo dentro de mi cabeza estaba ocurriendo que no sabía definir.
En el comedor sólo había dos personas a la hora de cenar: un hombre resollante, que ponía todo su empeño en embutirse con lo presentado en los platos como si le fuera la vida en ello, y una muchachita quien pellizcaba la comida distraídamente mientras no apartaba la vista del televisor. No sé por qué, me sentí un poco decepcionado. Cuando la camarera trajo mi cena, le pregunté sin ningún pudor si había algún otro inquilino. Su respuesta afirmativa me animó a dar la descripción de la mujer que había llenado mis pensamientos en las últimas horas, pero no hubo suerte, nadie que se le pareciera tenía una habitación alquilada.
A la mañana siguiente comencé a preparar el trabajo que me había llevado a aquella ciudad, éste, había calculado con precisión, si no surgía complicaciones imprevistas, me llevaría una semana, pero tendría, por más seguridad, que quedarme en la localidad otros siete días, más o menos, los cuales había reservado para hacer turismo por la misma. La verdad es que poseía buenas referencias a este respecto.
Pasaron las jornadas y todo fue como tenía planeado. El tiempo pasaba con rapidez porque mi mente se ocupaba de no dejar cabos sueltos, de no cometer errores, de no despistarme en nada que supusiera un estorbo, por ello, si no por completo, poco a poco, me fui olvidando de la mujer de la primera jornada. Sin embargo, a causa de uno de esos caprichos por los que se rige el destino, el día anterior al elegido para concluir mi misión, volví a encontrármela de la misma forma sorprendente.
Fue por la mañana, temprano. Bajaba las escaleras de la pensión con el tiempo justo para tomar el desayuno y salir disparado con el fin de realizar una última comprobación, cuando su imagen, de pronto apareció en el segundo rellano, con una mochila a la espalda y unas bolsas en las manos. Ella se detuvo nada más verme con una mueca mezcla de asombro y fastidio. Se hizo a un lado sin dejar de mirarme y no devolvió mi saludo. Detenido en el rellano la vi desaparecer en su ascenso. En el comedor volví a abordar a la camarera, pero no supo darme ninguna razón satisfactoria. Decidí dejarlo para dos días después, cuando ya hubiera acabado.
Pero esa misma tarde el azar volvió a cruzar nuestros caminos y, para mi desconcierto, ella salía del mismo portal del abogado cuyo trabajo me había llevado hasta aquel lugar. Se detuvo un momento y me miró no ya con curiosidad, sino incluso con un  esbozo de preocupación. Me limité a sonreírle.
El viernes por la mañana era el momento elegido para concluir mi tarea, todo estaba perfectamente calculado y nada debía fallar. Me levanté a la misma hora de todos los días, a las nueve en punto; tras ducharme, desayuné con tranquilidad y le di un buen repaso al periódico, comprobé que todo estuviera correcto y, sobre las diez y cuarto, salí con dirección a mi lugar de encuentro. Ese punto distaba veinte minutos a pie desde la pensión, por lo que pude ir tranquilamente mirando los escaparates. Cuando llegué eran las once menos cinco, quedaban esos cinco minutos para el desenlace y todo estaba perfecto. Me apoyé contra la pared de mármol del portal y esperé. Como estaba previsto, a las once en punto se abrió la puerta y apareció el hombre de mi interés. Empuñé con disimulo la pistola y me acerqué decidido y firme por su espalda. A la distancia de un metro, levanté el brazo y apunte a su nuca. Apreté el gatillo...
Fue como un relámpago, todo ocurrió en décimas de segundo. Y todavía hoy no me lo explico.
La puerta se volvió a abrir y un cuerpo se abalanzó a la calle, justo en el pequeño espacio entre mi pistola y la cabeza del abogado, el brazo se bajó algunos grados y el disparo salió desviado.
Sus ojos me miraron desde el suelo atónitos y confusos. Yo dejé caer el arma y me quedé estúpidamente parado. Un sinnúmero de manos me aferraron y caí al suelo, cara a cara con el rostro conocido de la muchacha incógnita. El abogado estaba ileso, pero ella tenía una herida en el pecho por donde la vida se le escapaba a gran velocidad. Yo no podía decir nada, no podía hacer nada, sólo mirar aquellos ojos agrandados por el miedo. Y antes de que me arrastraran de allí pude oír su voz:

- Yo lo sabía... Sí, lo sabía desde que te vi en el tren... Sabía que no me traerías nada bueno... Sí... Lo sabía...

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